A 39 años
del Golpe Militar
Lo que
sigue fue pensado como un aporte a la organización de los trabajadores.
Específicamente, a la construcción de poder obrero/trabajador, a la renovación
y el fortalecimiento de prácticas autónomas en situación de trabajo.
El tabú
de los ’70: La violencia.
Los relatos históricos pos Dictadura han
dejado –necesitan hacerlo - buena parte de la radicalidad obrera en la
experiencia popular, encubierta en la neblina del olvido. Es necesario hablar de la violencia
para descartar a una historia oficial que acusa al pueblo con esa “mala palabra”, como una
puteada. Con “violencia”, se oculta, se injuria y se condena la acción vital de una buena parte de nuestra sociedad,
quizá mayoritaria.
Creemos que en parte
colaboró en esta política de olvido, aunque sin proponérselo, el impacto de la victimización
de los desaparecidos, que ha hecho con que la atención sobre los años ‘70 se
fijase en el rescate de memorias particulares o de organizaciones políticas de
entonces, y no se haya conseguido profundizar una reflexión popular que asimile
la experiencia social, intensa y masiva, de buena parte de los argentinos.
Quizá colabore en ello el particular sentimiento al que aludió recientemente el
filósofo Slavoj Zizek: que cuando la injusticia cometida sobre alguien ha sido
tan atroz que la venganza no compensa, ni aún siendo del tipo ley del Talión, atroz
de tal forma que la reconciliación es impensable, quien sabe sólo nos reste el
camino de la eterna denuncia…
Para
eso, queremos sugerir un punto de vista sobre los años setenta que considere el
posicionamiento político que fue tomando una parte importante de los trabajadores, sobre
todo de la clase obrera fabril. No nos referimos a posición u opción
partidarista, sino a actos y a posturas frente a la sociedad argentina. Un
punto de vista que no parta de las corrientes político-ideológicas, del
peronismo, de la izquierda, de la guerrilla o de los hombres notables, y en
cambio tome en cuenta los generalizados actos de indisciplina laboral que se asentaron
en la solidaridad y en la participación masiva en los ambientes de trabajo.
Será posible reconocer la
legitimidad que en nuestra historia tuvieron acciones
que, aunque muchas veces exploraron espacios de institucionalidad sindical y/o
republicana, esencialmente circularon
por fuera de ellas. Que los espacios “gremiales” que no se
limitaron a la mera conquista de una Comisión Interna, o los que pensaron a los
delegados de sección más allá de la delegación simple, fueron masivos. Desde esa mirada también criticaremos la
idea de “sindicalismo” tal como se la trata en cursos de formación, inclusive
desde la tradición de la izquierda en Argentina o Brasil, pues creemos que
reproduce el punto de vista de las instituciones estatales y sindicales, y no
el de la lucha real que surge en situación de trabajo.
La silenciada rebelión obrera.
Creemos necesario revalorizar el largo período que va de 1955
hasta 1976, como una fase de acumulación, como una experiencia
de rebeldía y de resistencia masiva, que vivimos muchos trabajadores argentinos. A partir de la creación de verdaderos espacios asamblearios, que se fueron
consolidando a nivel de sección o empresa, los lugares de trabajo se tornaron nuevas “zonas” de la
política. Allí se ejercitó la
circulación de la palabra y el “laburante” se instaló como actor político a
partir de los ámbitos del trabajo. Ello implicó la participación masiva en las cosas que incumben al
trabajador en situación de tal. Masivo, aunque no se practicara en multitud, pues
se fue construyendo entre pocos individuos, en secciones de 30 o 40
trabajadores, donde todos se conocían. Si la empresa era grande, la legalidad
de los cuerpos de delegados permitió dar forma a un espacio de delegación/representación
y de construcción de unidad, en general refrendado y controlado por el mandato de “las bases” (secciones).
Ésta, que hemos llamado rebelión fabril y
popular, consiguió perturbar
seriamente el funcionamiento normal de los negocios capitalistas, sobre todo
cuando emergió como cultura rebelde a
nivel de empresa, y se expresó en luchas y en actitudes que conformaron un
espacio del trabajador opuesto al mando del capital. Esta perturbación
aterrorizó a los empresarios.
Es que un capitalista puede soportar que una
discusión salarial se salga de madre y sus obreros pasen a ganar encima de la
inflación, por ejemplo. Sabe que deja de ganar, pero también sabe que su
perjuicio es compartido por la competencia. En el peor de los casos, tendrá una
“caída” compartida de las ganancias posibles. Pero la pérdida de la disciplina
en el proceso de trabajo, es inviable para los negocios capitalistas. Por
ejemplo, es inaceptable, va contra su autoridad, el hecho de no poder despedir
a un obrero o delegado luchador porque le paran la planta en solidaridad. O que
no pueda hacer una previsión de entrega de productos a un cliente, porque si
sus obreros saben de su compromiso (y esto implicó la articulación de redes de
lealtad a un espacio de lucha fabril, opuestas al espacio de la subordinación
simple del obrero al patrón), le paran la fábrica para pedirle algo, usando a
los productos como rehenes. A eso lo llamaron “violencia”, “subversión” y hasta
“terrorismo”.
La
violencia, la Dictadura.
Este tipo de conflicto estuvo muy difundido
como práctica popular, y sería vano para nosotros, buscar responsables en
elementos ajenos a los propios trabajadores, algo así como el plan previo de alguna
organización política, o de la acción de “militantes’ o de “los zurdos”. Eso
fue lo que hicieron los burócratas sindicales, para mostrarse útiles frente a
las patronales, de las cuales recibían favores y prebendas, y así disimular su
fracaso como gestores de la contención social institucionalizada. Al contrario
del discurso oficial, que acusa a una izquierda extremista de forzar y generar
hechos provocadores y radicales, sostenemos que aquellos jóvenes militantes
fueron constructores y colaboradores, inmersos en una tradición de largo
alcance que fue superior a ellos. Su substrato formativo fue aquel clima de
rebelión obrera e indisciplina fabril, un proceso mayor, o más subterráneo si
se quiere, de organización por lugar de trabajo. En él estuvieron inmersos y en
general subordinados.
Por su parte, los empresarios no se
confundieron y, mientras afirmaban para la opinión pública que se trataba de otros
tipos, de la “guerrilla fabril”… a los militares les daban listas de sus
empleados, con nombre, foto y dirección. Apuntaron a los hombres sacrificables,
alentaron al Estado de excepción y, con la marca de “subversivo” o “activista”,
autorizaron la eliminación de sus propios trabajadores. Violencia, para imponer
el terror a quienes habían incorporado comportamientos difundidos y moralmente
legitimados por la tradición de más de una generación de hombres y mujeres.
Aunque la represión selectiva a la
organización fabril de los trabajadores ya era una realidad antes del golpe militar, se puede decir
también, que para los empresarios, todo eso había sido insuficiente. La función de control que se esperaba de la
dirigencia sindical oficial estaría seriamente cuestionada mientras el
funcionamiento asambleario - esa forma de organización fabril no delegatoria, no
enyesada y opuesta al formalismo
legal de los sindicatos oficiales– siguiera en pie. El despliegue de las
Coordinadoras (que fueron, quizá, el punto
más alto de radicalidad) durante el Rodrigazo, acababa de recordarlo, y se
presentaba, amenazadora, otra protesta contra el Plan de Mondelli.
Golpes militares no eran nuevos en la
historia argentina, pero esta cultura rebelde estuvo presente, sin dudas, en la
decisión política sobre las particulares formas que tuvo la acción represiva
del Estado. El 24 de marzo de 1976 quedó institucionalizada la detención y
persecución en las empresas,
solicitada por las patronales (muchas veces con la anuencia y, la mayoría, con
el silencio de las cúpulas sindicales y los partidos políticos que no fueron
proscriptos), de los obreros que no estuvieron subordinados a las conducciones
de los sindicatos oficiales, que sostenían el funcionamiento asambleario, y de
las Comisiones Internas y Cuerpos de Delegados que les daban legitimidad legal.
Su criterio supremo (aunque no único) fue el de ser eficiente en restablecer la
hegemonía política en el lugar de trabajo, o sea de la disciplina
laboral, el orden fabril.
El
poder del capital, con parte de la máquina estatal, con sus partidos políticos
patronales, su policía, la burocracia de los sindicatos oficiales, las bandas
de civiles y de ex-delincuentes, armadas con dinero de los ministerios y
motorizados por las multinacionales automotrices, con la omisión de la
Justicia, con la colaboración de las oficinas de personal de las empresas, y
posteriormente con la intervención directa de las Fuerzas Armadas, crearon la
figura de un moderno
homo sacer[1]
argentino.
Trabajo y conflicto.
En situación de trabajo, el clima
real es de conflicto. Dentro de
su establecimiento, negocio, taller, call-center, banco, escuela o fábrica, el
capital es libre para hacer lo mejor
para valorizar su capital invertido.
Las formas que da a su proceso
productivo particular, implican, además de un proceso técnico, relaciones
humanas de obediencia y disciplina, pues es en
situación de trabajo que el capitalista “fija” el trabajo del empleado.
Los dispositivos de disciplina no se remiten
solamente al ambiente de trabajo. Es necesario un contexto cultural que los
sustente, y el papel de los medios de comunicación, del sistema educativo, del aparato
estatal, y de las ideologías en general en propagar ese ambiente disciplinario,
es crucial. La situación de trabajo asalariado es algo así como el “resultado” del
sistema cultural, que orienta a sostener la disciplina para un tipo de relación
social: usted que no tiene nada, vaya y venda su tiempo y su fuerza de trabajo.
Es en situación de trabajo que el sistema de disciplina se concretiza y se hace
carne, se vive como una condensación o un “sentido” de la vida, en el cuerpo del
trabajador.
Esto lo sabe cualquier administrador de
personal. Es por eso que en las grandes y medias aglomeraciones de
trabajadores, hay siempre una política pensada de gestión del personal,
destinada a mediar los conflictos que produce la disciplina en los individuos y/o
en el colectivo. Esta “gestión de la indisciplina” como técnica, el management, muy bien conceptualizada por
el movimiento de fábricas recuperadas como parte del “costo empresario”, no
pasa de ser una técnica de gestión del capital invertido. En este caso, invertido
en la contratación de mano de obra.
Todas las técnicas que dieron forma al
“fordismo” y aquellas que luego se refinaron en el “toyotismo”, son tecnologías
que combinan la adaptación de nuevos procesos de producción, con la evitación
del surgimiento de campos discursivos, o sea de la circulación de la palabra,
entre los hombres en situación de trabajo.
El management
tiene que negar lo humano y debe pensar al trabajador sólo como cosa, como factor productivo. En ese sentido,
mientras aparecen como “descubrimientos” o “nuevas formas” de explotación, que “corrigen”
las fisuras de las formas ya establecidas, las nuevas técnicas funcionan como
refuerzo a la disciplina, inclusive desde afuera de los ambientes de trabajo[2].
Los sistemas pueden estar apoyados en el simple
convencimiento, en el aliento a la competencia entre trabajadores por
cuestiones de prestigio o de dinero, o simplemente – es lo más usual según
nuestra experiencia – en el miedo que
provocan los sistemas evaluativos y/o clasificatorios, que terminan con
performances de “retiros” y el aumento en la rotatividad de los trabajadores (miedo
al desempleo, a la marginalidad, a la represión, etc.).
Cualquier reclamo sobre las condiciones
concretas en las que se ejecute el trabajo, se torna un reclamo al orden que el
capitalista ha establecido para valorizar su capital en esa determinada
situación. Para él, se
trata de la libre gestión de su capital en
producción, como un sistema disciplinado y disciplinante. Así se estructura
el sistema de extracción de ganancias. En la
medida que un campo de cuestionamiento se consolide y tienda a romper con la
subordinación a la disciplina real, el capital verá en ello un conflicto, lo
sentirá potencialmente violento, y así lo tratará. La fuerza de trabajo que no
se disciplina, deja de ser capital, y se vuelve algo sin sentido, sin precio, y
amenazador.
Para el trabajador, se trata de un reclamo,
que ha tenido un difícil camino para poseer alguna moralidad, algo de
racionalidad y de lógica. Para que no se lo considere un pedido absurdo, se lo ha
tenido que construir como “consenso”, en un
ejercicio lento, astuto e inteligente de circulación de la palabra en el
ambiente de trabajo. Son dos posturas que no dialogan.
Resistencia
y Derecho.
El poder no deja de ocuparse en imponer su
perspectiva “lógica” y hegemónica. El legalismo corriente nos quiere vender que
los cuerpos orgánicos del sindicalismo profesional son la única y verdadera
acción trabajadora. Pero en realidad no hacen más que sustituir. Un sindicalista “responsable” aprovechará la situación
de reclamo para “arreglar” lo que no anda bien, y a cambio de algún dinero, te
mandará a trabajar. Se restablecerá la disciplina en el trabajo y después
intentará capitalizar tal arreglo como una “conquista del sindicato” (o del
dirigente, de la entidad, o de la unión que él “representa”), cuidando de ocultar,
en el espectáculo de la política institucional, que ha aparecido un pequeño
espacio de poder trabajador y de rebeldía en situación de trabajo.
Se nos ha dicho que sólo vemos
conflicto en el lugar de trabajo, cuando debiéramos considerar al derecho
laboral como una mediación capaz de administrarlo. No nos referimos al derecho
laboral individual, que en general trata de derechos posteriores, es decir, del ex trabajador. Tampoco a los
acuerdos colectivos, que funcionan como un campo de “derechos puntuales”, sino
del derecho que vigora durante el acto de trabajo.
A ese respecto, se nos ha retrucado,
que es frecuente encontrar legislación que regula el trabajo en algunas ramas
industriales. Es verdad, pero sospechamos que cuando una ley enuncia normas
para hacerlo en alguna de ellas, es porque, en general, se ha legislado con el
consentimiento de los capitalistas que han invertido en ellas, y después que
los procesos y costos industriales se hubieron homogeneizado en toda la rama. Sí
nos parece que es notoria en Occidente en general, la ausencia de leyes que limiten, o que prescriban al capital sobre cómo deben ser las condiciones
concretas de la prestación del trabajo, la disciplina real en situación de
trabajo.
Aquí nos referimos a cosas que involucran
a máquinas y equipos, pero mayormente a las personas contratadas, a capital.
Cosas tales como los procesos industriales y sus consecuencias o derivaciones
ecológicas al interior y hacia fuera de la empresa, los horarios precisos en
que se dispondrá de los hombres para la producción, los ritmos de trabajo, la
aceleración, la velocidad y la situación de los cuerpos en la cadena de
producción, la elección de las tecnologías aplicadas, la ergonomía, las
lesiones y peligros del trabajo, las formas de tratamiento a los subordinados,
las políticas de gestión y de contratación de la mano de obra, el nivel relativo
de los salarios, los reglamentos, la jerarquía en la empresa, los sistemas de
evaluación, la imposición de metas y comportamientos, las listas de despidos,
la de elementos indeseables, etc.
Lo que afirmamos es que no hay límites previos en el Derecho, que
prescriban al capitalista sobre “su” proceso productivo ni sobre la implantación
de innovaciones en el mismo. Las innovaciones pertenecen al terreno de la
“libertad” y del “progreso”. La introducción de nuevos procesos (técnicos,
tecnológicos, de gestión, etc.), o sea, las condiciones reales e históricas en
que se trabaja y se entrega trabajo, son una atribución discrecional del
capital. Sobre ellas no hay límites claros - o simplemente no los hay -, porque en general, pasando el portón,
el Derecho llega si el propietario lo deja entrar. [3]
La ciencia, la tecnología o el management, tienen pasaporte libre para implementar
sistemas de extracción de trabajo más eficientes. Al final, se trata de capital
invertido en mano de obra. La disciplina real muchas veces queda disimulada en
el universo “neutral” de la ingeniería, de la innovación, de la tecnología, de
la gestión y, por qué no, del desarrollo… La moral hegemónica, nunca lo admitirá
como dominación.
El limitado legalismo sindical
El sindicalismo institucional,
independiente de sus intenciones (aunque sus dirigentes sean más o menos
democráticos, más o menos de izquierda o revolucionarios), siempre tendrá un
límite para disputar o interferir sobre las innovaciones en las condiciones de
trabajo.
Primero, porque dentro de la ley no
encontrará encuadramiento para hacerlo, ni un derecho previo en el que
apoyarse. Como máximo encontrará espacios tangenciales. El sindicalismo oficial
es reconocido porque tiene su acción restringida dentro de un Derecho que,
precisamente, no se mete en los lugares de trabajo. Desde allí, una lucha para
interferir en las innovaciones, o contra ellas y sus incidencias en la disciplina
de trabajo, será considerada un reclamo desmedido, un desorden, un “atraso” o,
por fin, algo contra el “sentido común”[4].
En segundo lugar, porque el
sindicalismo oficial, que debe moverse
en los marcos del Derecho, no consigue estar en los ambientes laborales. No
consigue hacerlo, porque su acción permitida o admitida por el estado, tiene el
formato preciso de representante, en sustitución de los cuerpos que están en
el lugar del conflicto real.
Ahora bien, la lucha colectiva, que necesita
ir más allá de los límites del Derecho, también necesita construir otro sentido
legítimo. De hecho, esa es la experiencia de los setenta. Uno que se referencie
en lo humano puesto en juego frente a la supuesta neutralidad de la tecnología,
uno que puede nacer del intercambio entre los trabajadores en situación de
trabajo, que consiga legitimarse en la construcción de espacios discursivos
solidarios, opuestos a las ideas hegemónicas de jerarquía y de individualismo, que
guían a la gestión del capital. Las tentativas de establecer esta disputa suelen
darse sobre condiciones reales muy adversas. Trabajar y hacer de los ambientes
de trabajo una zona de confianza, donde se pueda opinar y uno deba
posicionarse, es difícil. Son necesarios tiempo, paciencia, pasión e
inteligencia. No hay recetas, no hay tratados.
Trabajando sentimos que hay algo que
debe ser disciplinado, algo sin nombre que insiste en emerger, una bronca que
todos vivimos y de la que sabemos que no se puede hablar. Aparece en pequeños hechos,
en miradas, en palabras y en actitudes que cuidan, que acumulan con cariño algunos
actos solidarios, que nos muestran el temple de la gente. Un acto resistente en
el ámbito del trabajo, no se consigue con ideologías, no es doctrina, no se
puede enseñar. Sucede en el ambiente de trabajo. Es acto, postura y actitud del
trabajador real. Es acción vital en la que, por algunas situadas fisuras, emerge
lo humano en situación de subordinación. Si estamos atentos, podremos reconocer
el hecho simple y poético de que en situación de trabajo, lo humano suele
emerger casi siempre. Son como fisuras que aparecen en situación, y son muy
difíciles de observar desde afuera.
Consolidar un espacio de
indisciplina resistente no es fácil. Y sostenerlo es una tarea que sólo puede
ser encarada por el trabajador en acto, desde dentro de los ambientes laborales, con mucha tenacidad. No se puede
delegar, y por eso es lo opuesto de la cultura de la representación encomendada,
que se admite para un sindicato oficial.
Para éste, una lucha sólo tiene
sentido cuando puede poner en función el monopolio de la representación que
detenta, en un acto de negociación. Su misión termina con el cierre de un
acuerdo (un convenio, una acción fiscalizadora, una ley, etc.). Por eso afirma como
obvio, que la lucha obrera tiene por móvil exclusivo al salario[5].
Como algo que pulsa, cuando
encuentra un cauce, la lucha organizada por lugar de trabajo trata de
posicionarse, por lo general, frente a la disciplina laboral, cuestionándole
algunos aspectos: o los ritmos, los turnos, las cotas de producción, los
incentivos a la producción, las condiciones de salubridad, las formas de
tratamiento, etc. Ante este reclamo (lo hemos visto en cursos de formación
sindical), un “sindicalista” será enseñado a chantajear y a obtener algún
dinero. Se retomará la disciplina y se calmarán
las cosas. Pero el malestar ha surgido, justamente, como algo humano e insoportable,
contra la disciplina laboral. Contra las tecnologías que nos encadenan al
sistema de explotación como algo natural, casi intocable, sean el management o la ciencia. La situación ha
creado un campo discursivo, un pequeño espacio de poder obrero. Y esto se puede
ver y sostener.
Los actos rebeldes.
Nos parece equivocado el razonamiento,
poco sólido, que juzga a las luchas contra los ritmos o por seguridad en el
trabajo, por ejemplo, en un punto inferior en una escala evolutiva que se le
asigna a la clase obrera. ¿Quién se lo asigna? En general, un vanguardismo que lo
referencia en las tareas de algún programa “correcto” y que, lamentablemente,
suele ignorar la contestación real que ha emergido en situación de trabajo y su
potencialidad. Con esa referencia, el argumento las considera luchas menores,
parciales, de poco vuelo o hasta “reformistas”, como si no fueran luchas
complejas y no demandasen los mismos ingredientes de insurgencia que otras, más
“políticas”. Suele aparecer también un prejuicio de superioridad o un
evolucionismo “institucionalero”: los trabajadores estarían dando “sus primeros
pasos”, y después se “elevarán” hasta comprender cuál es la “verdadera”
organización, o su destino, o el programa, la central sindical, o el proyecto
de país, o el partido… y la cosa va por allí.
El caso del astillero Astarsa en la
década de ‘70 es, quizás un ejemplo emblemático de lo contrario. La lucha que
permitió desplegar todo el trabajo previo de organización de pequeños espacios
solidarios, fue la que iniciaron por el control obrero de la seguridad en el
trabajo, a partir del accidente fatal con el muchacho Alessio. Fue a partir de
tomarle a la patronal el control de la seguridad y de los procesos de trabajo
(una lucha por la vida), o sea sobre el núcleo de la disciplina laboral de las
grandes obras, que los trabajadores controlaron el astillero, y con esa
fortaleza se tornaron un agrupamiento referente tanto de los navales, como del
alzamiento obrero en Zona Norte del Gran Buenos Aires en los años ’70.
Este tipo de crítica ha sido
rebatida por el movimiento de fábricas recuperadas, que ha sabido quebrar, en
parte, la lógica de la disciplina al capital y ha buscado otras formas de trabajo
sobre la vieja maquinaria. Pero suele escucharse solapadamente de parte de
intelectuales encuadrados en organizaciones políticas o en el sistema universitario.
Lamentablemente esta incomprensión aún puede verse en agrupaciones que, desde
una crítica social válida, juzgan a las luchas según sean más o menos
convergentes con su Programa, o que limitadas por practicar sin crítica el sindicalismo
institucional, tienden a replicarlo, sin conseguir pensar ni avanzar en la
construcción de poder obrero en situación.
La tradición de un hacer resistente.
La historia obrera de los ’70 es
rica en ejemplos exitosos de deterioro de la autoridad del capital sobre la disciplina
laboral, a partir de las formas asamblearias y masivas, que se consolidaron con
un “sindicalismo” que expresó la lucha vital en el trabajo diario, creando así
nuevos espacios de poder.
La peor lectura que podemos hacer de
esos años, es la que explica tal radicalidad como si hubiese sido generada por algunos
acontecimientos, nacida de los grandes hechos, de los cordobazos y rosariazos,
de las huelgas, de las tomas, de la guerrilla, de los desaparecidos… o del despliegue
de una generación de héroes únicos. En ese caso quedará oculta la tradición que
se construyó desde el hacer cotidiano de los hombres y mujeres simples. Una
lectura de ese tipo fortalece el deseo voluntarista de que aquel tiempo
“mejor”, debiera volver. Pero como la
complejidad de un acontecimiento es irrepetible, y el hecho es que el tiempo no
regresa, también refuerza la perspectiva de nuestra Historia Oficial, obcecada
en sugerirnos que “nunca más”... hagamos
eso.
Creemos que las cosas fueron menos heroicas,
más triviales, y quizá por eso, también más radicales. Si prestamos atención al
substrato cultural que permitió la emergencia de lo que hemos llamado rebelión
obrera y popular, si miramos desde “adentro” del trabajo, aprenderemos a leer
en los intersticios del “sentido común” y veremos cosas simples.
Por ejemplo, que cuando empezabas a
trabajar, alguien llegaba y te decía algo así: “Hola, pibe, mirá, acá nosotros
hacemos así…”. Podía ser que se refiriese a la producción de esa máquina en la
que estabas destinado, podía ser el tipo de tratamiento que se dispensaba al
jefe o a un sospechoso “medio buchón”, a la costumbre de ciertos horarios, podía
referirse a alguna transgresión compartida, tipo el mate o un choripán de
contrabando, etc. Lo importante fue – y es - ese “nosotros”, esa invitación a
sumarse, esa expectativa a ser uno más de un desconocido y acogedor “nosotros”.
“Nosotros”, ese colectivo que induce
a la idea de que alguien te paga la quincena, pero que uno puede circular por
ese otro lugar/nosotros. Un nosotros,
construido en situación de trabajo, que se vuelve un referencial de
significados de lo que se habla y se comparte. ¿Quién y cuándo inventó eso? La
vida que pulsa entre los hombres y mujeres que trabajan y sostienen la vida
social. No hay héroes.
La solidaridad de pequeños actos lo
fortalece y lo pone a prueba. El saber que eso ocurre en otros ambientes
laborales, como nos cuentan nuestros amigos o vecinos, le da sentido popular. Lo construye la amistad, el comportamiento ético, el compañerismo, el compromiso,
el diálogo, el respeto, la paciencia, la construcción de consenso, la
abertura de pensamiento y la tolerancia, el saber convivir con lo
diverso/humano que se encuentra allí, en situación de trabajo. Por fin, lo
construyen los afectos. Si, ¡tambiénlos afectos! La
historia nos muestra que esos conceptos no
fueron apenas sustantivos abstractos, sino que fueron valores prácticos y
vitales para el trabajador, que permitieron sostener a los espacios laborales
como campos (asambleas) resistentes, enfrentados con lo que sugieren el management patronal y los sindicalistas
profesionales.
Hegemonía/dominación y otra moral obrera y popular.
Decíamos que cuando leemos nuestra
historia a partir de acontecimientos heroicos, se corre el riesgo de ignorar
las acumulaciones, las experiencias aprehendidas y los actos que la sustentan. Esta
forma de ver, promueve en nuestra juventud una especie de “frustración generacional”,
pues propone un punto cero de la acción política – como si lo hubiese - en la “tabla
rasa” de un presente vano y trivial.
Su consecuencia, tan esforzada cuanto
ingenua, es la conclusión de que una tradición rebelde nacerá después que la perspectiva de un
proyecto (o un Programa) de emancipación más o menos claro sea asumida por
muchos. Después que se pueda tornar finalmente algo “popular”, en una disputa
ideológica desigual en los medios, o en las elecciones, en el campo de lo que
el sistema llama “la política”.
Sería interesante no perder de vista
que aquel poder obrero y popular no se consolidó disputando los mismos espacios
en los que encontró sentido la moral hegemónica republicana. Creemos que un
debate sobre este tema es crucial para cualquier proyecto subalterno de
emancipación. En realidad nos parece que está en la raíz de muchas polémicas
muy actuales y vigentes, y lo dejamos apenas esbozado, para pensarlo.
Contra la disciplina en el trabajo no
se eligió a los jefes, o se humanizaron las órdenes, sino que se pensó al
trabajo desde el trabajador y en colectivo, al revés. Contra el sindicalismo
que sustituye (“vos andá a trabajar, que el sindicato te defiende”), más que
elegir a un directivo democrático, se revirtió la cultura que delega la lucha
en otro.
Se nos ha
argumentado que la organización de los espacios de trabajo sólo se puede apoyar
en la movilización. Pues bien, esta
es una verdad general. No queremos desconocer que toda movilización, como
cualquier acto rebelde, tiene su historia de construcción cultural, o sea, de tradición.
Ni ignorar que el dominio se sostiene en la repetición discursiva de un cierto
sentido, mientras que las tradiciones rebeldes no pueden ser, si no nacen desde
el hacer, de un hacer que cree otros significados.
La acción, cualquier acción, que
contribuya a crear espacios de circulación de discursos y el reconocimiento de
situaciones de opresión comunes entre
trabajadores, en situación de trabajo tiene un papel disruptivo al permitir un
hacer contra y diverso del poder hegemónico.
Eso aporta para un hacer que trascienda a los espacios laborales para
circular también por otras fisuras sociales en las que la violencia
disciplinante del capital sea puesta en cuestión. Hoy podríamos enumerar entre
ellas a la cultura asamblearia, a los espacios de economía solidaria, las
experiencias de trueque, las organizaciones territoriales y las otras formas de
vivir/pensar la vida en comunidad, las tradiciones de los pueblos originarios,
las luchas ambientalistas contra un capitalismo predador de la naturaleza, los
espacios de teatro o de medios de comunicación alternativos, las novedosas
formas de divulgación del quehacer artístico…. Todas acciones humanas, que en
su hacer suman a una cultura rebelde.
Pensamos que ningún proyecto emancipador se podrá esbozar o imaginar sin el
sustrato de una vivencia de rebeldía desde los lugares de trabajo, que genere
nuevas prácticas, y por eso, otra moral, otra vida. Porque buena parte del
poder, que es violencia disciplinante, se sustenta en, y para, la situación de
trabajo. ¿Cómo postular un proyecto contra-hegemónico frente a la sociedad sin
generar un hacer diferente, sin actos rebeldes, sin otras verdades, allí, en
situación? ¿Es posible hacerlo desde las ideas, o desde las palabras de un
partido, o desde la política institucional, desde lo discursivo? Nuestra historia
nos ha mostrado otros caminos.
Situadas e insertas en los lugares de trabajo
Creemos que se trata de no pensar a los
ambientes de trabajo como simples lugares de dominación, ni de cooptación
fácil. Eso es lo que sabe hacer muy bien el sindicalismo profesional, que vive de
eso, y de
nada servirá “quejarse” de la acción disgregadora y disolvente de la burocracia
sindical. Aquí no sirve la simple
denuncia, si no se coloca esfuerzo en la emergencia del cuestionamiento y del
malestar en situación de trabajo. Esto requiere mucho de lo que nos deja
la tradición de los setenta: aprender a sostener relaciones, inserción,
trabajar en colectivo, rebeldía clandestina, etc.
Si vemos a los ambientes
de trabajo como lugares donde se
abren, y también se cierran fisuras de la disciplina, eso nos habilita a pensar
en la potencialidad y en la posibilidad de una resistencia lenta, sorda,
consistente, que se apoye y que se nutra de las otras experiencias populares. Veríamos la potencialidad
de rebeldía desde cualquier relación de subordinación, pues quedaría visible la
posibilidad de poder hacer. En ese sentido, las experiencias de los ‘70 tienen
para aportar. Requieren la condición de ser conocidas
y divulgadas, pero sobre todo, de ser situadas,
insertas en los lugares de trabajo, para establecer relaciones con nuestros pares que consigan superar la
corta mirada sectorial y el corporativismo.
Los análisis sociológicos suelen no entender
los ámbitos laborales, o los entienden como una “cosa” que se estudia, como si
allí dentro no hubiese humanos, sino sólo una raza alienada de pobres,
sometidos a normas tecnológicas (normas nuevas, que habrían descubierto la
esencia de la explotación humana). Según muchos, las nuevas formas del trabajo
son “esencialmente” diferentes a las de fases anteriores (taylorismo, fordismo,
toyotismo), confundiendo procesos capitalistas de producción y su consecuente
organización y gerenciamiento (el management) de la mano de obra empleada, o
sea tecnología de producción, con formas esencialmente nuevas y definitivas de
subordinación del trabajo. ¿Una disciplina insuperable? ¿Eso no es casi postular
el fin de la Historia?
Creemos haber argumentado
para relativizar diagnósticos que afirman que se habría encontrado la receta
definitiva para la dominación. También hemos postulado descartar la lógica del
discurso institucionalista. No proponemos un programa-solución,
pero tampoco dejamos de ver que la situación social crítica, sólo es irreversible
o inmutable, para el pensamiento referenciado en las instituciones. Hablamos desde nuestra experiencia, que se ha
formado en los ambientes de la clase obrera industrial, donde la disciplina de
trabajo es evidente. Pero la disciplina laboral no es una particularidad de la
industria. Disciplina es un componente esencial de cualquier trabajo
asalariado, y la resistencia es su lado oculto. Hablamos de eso que no se
habla…
Movimientos de resistencia en diversos
países, vienen cuestionando las relaciones sociales y políticas tal como se nos
presentan, y postulan el ejercicio de “otra política”. Nada nos dice que ese camino
esté obturado, y suponemos que no hay que descartar la particular resistencia vivida
en la Argentina de los setenta. La experiencia “setentista”, como intentamos
demostrar, se apoyó en actos que durante años construyeron una cultura, en una
tradición, y reveló la posibilidad de crear y sostener poder obrero desde los
lugares de trabajo (oficinas, escuelas y fábricas) de una manera peligrosa para
el capital. ¿Es válido mirar hacia delante, de un modo realista, y pensar hoy
en ellos como un ámbito importante, entre otros posibles, de lucha contra la lógica
del mundo del capital, sin que ello signifique postular la vuelta de una “etapa
heroica” (y, es verdad, única)?
Creímos
necesario abrir la reflexión sobre las organizaciones fabriles porque fueron uno
de los blancos privilegiados de la violencia estatal-patronal. También porque
no creemos que haya instituciones para
redimir al trabajador y realicen un cambio social, o que releven lo que sólo el
propio trabajador debe encontrar, y en su diversidad. Como dijimos, no hay
recetas. Pero la represión del capital a manos de la dictadura fue violenta con
las organizaciones fabriles - no hay que hacerse ilusiones, lo será siempre - porque
fueron embriones de poder obrero y popular.
Quisimos hablar claro. No es real la versión
del obrero ingenuo, del “gil que la ligó sin saber por qué”, sólo una pobre víctima
residual de la barbarie militar. Una comprensión compleja, pero real reconocerá
al obrero astuto, al que buscó proyectos para seguir, pero que lo hizo junto
con sus compañeros de trabajo, al que practicó la solidaridad, no por bueno,
sino porque la construyó como ética para la sobrevivencia y el enfrentamiento a
la patronal. A aquel que supo usar la violencia
con inteligencia y en colectivo.
Si lo miramos bien, seguramente lo veremos
enfrentado a la ética del orden “legal” y “democrático”, tal como lo cacarean nuestros
políticos constitucionales-nacionales y populares en la Argentina del 2015. Estos
demócratas de ocasión, que se visten de setentistas,
esconden a sus
presos político-sociales. Para ellos, fuera de las instituciones de la República nada es aceptable, sobre
todo el verdadero poder “nacional y popular” que emerge en situación de trabajo
como rebelión…
El obrero astuto, el setentista, actuó sin escucharlos. Se
apoyó, conversó y siguió sólo a sus semejantes, siempre buscando otras razones.
Porto Alegre/Rosario, marzo de 2015
Lelio Valdez – Historiador
[1] Homo Sacer: figura del arcaico derecho romano pre-imperial. Designaba
al individuo que habiendo sido juzgado por el pueblo por un delito contra la
comunidad, y sin saber qué pena seria la adecuada, no era ejecutado. Se
convertía en hombre sacro, pues era
entregado a la responsabilidad de los dioses para que dispusiesen su justicia.
Un homo sacer estaba fuera de la
comunidad, pues ya no pertenecía a este mundo y no era permitido, o digno,
sacrificarlo. Ni su vida ni su muerte tenían valor alguno. De modo que quien lo
matase, tampoco sufriría puniciones.
[2] La nueva disciplina del trabajo se
refuerza en mucho, con el impresionismo de algunos intelectuales (sindicalistas
profesionales, políticos y universitarios), que en general, no consiguen ver el
conflicto en la relación de trabajo, o desconocen los ambientes de trabajo
asalariado más usuales. Desde allí se suele postular que el capitalismo ha
desprovisto, finalmente, al sujeto redentor (la “clase obrera”), de la
posibilidad de reacción, como si aquel hubiera descubierto la fórmula de la explotación
ideal, es decir, aquella que no produce conflicto ni resistencia. Por eso al
trabajador sólo le restaría buscar apoyo en las instituciones… que ellos
comandan u orientan.
[3] Cabe aquí considerar,
también, la situación inversa, en que un cuerpo de leyes laborales es
sistemáticamente “olvidado” en una rama industrial. El caso del trabajo en los
frigoríficos, por ejemplo, nos muestra la persistencia, durante décadas y hasta
hoy, de los mismos problemas laborales: el desconocimiento de la insalubridad
en las cámaras frías, el establecimiento de pagos por cotas de producción por
trabajador, gambeteando el pago por el simple “tiempo a disposición”, o la
garantía horaria. La complicidad de los sistemas de fiscalización del estado, o
su ineficiencia “programada” en este tema, refuerzan nuestro argumento de que el
Derecho entra en la situación de trabajo si el capitalista quiere.
[4] Con esta afirmación
no estamos negando que una lucha contra algún aspecto de la disciplina del
trabajo pueda volverse un derecho, legislado o aún, seudo-legislado.
[5] No estamos proponiendo descartar al móvil
salarial, que fue importante y lo vuelve a ser hoy en Argentina, frente a la
coyuntura inflacionaria. Pero es evidente que el sindicalismo oficial se
articula en torno a su papel representante y por eso busca algún tema común
“unitario”. En la pelea por la defensa del nivel de vida, el monto del salario
puede aparecer, en el marco general de que el trabajador no ignora la
complejidad de la situación de trabajo, como una compensación admisible.
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