domingo, 25 de marzo de 2018

PANDORA, por Virginia Monti

A Camila, por su empeño en aprender la lengua de sus abuelos 
y a Marielle Franco, no hace falta decir por qué.
                                                                                              

¿Quién lo creyera, sin embargo? Es una mujer aún: hasta esta misma vida, tan horrible y todo, 
oprime y pone en tensión su resorte de mujer, la electricidad femenil.

Jules Michelet, La bruja (1862)


Desde los albores de la humanidad y la historia de las civilizaciones bastó una sola mujer para desatar calamidades y arruinar al hombre: la expulsión del Paraíso, la guerra de Troya, la disolución de la banda de rock inglesa más grande de todos los tiempos. La lista es inagotable. Cada vez que compro un kilo de manzanas deliciosas, me pregunto cuán distinto hubiese sido el mundo si a Eva no se le hubiera ocurrido ofrecer un refrigerio frutal a Adán, si Helena hubiera sido menos agraciada, si la exposición de Yoko Ono del 9 de noviembre de 1966 en la Indica Gallery de Londres se hubiera suspendido por mal tiempo, y así sucesivamente.

Reflexión similar vale para la caída del imperio azteca, la conquista de México por Hernán Cortés y el consecuente mestizaje, esa agonía entre hispanismo e indigenismo que caracteriza lo que llamamos “ser americanos”. La responsable en este caso es —además de mujer— india y negra, y tiene —al igual que el diablo— no uno, sino varios nombres: Malinalli, Marina, Malintzin, Malinche. A la sazón, la pregunta que me hago no es qué hubiese sido del valeroso Hernán Cortés, de su campaña y de su encuentro con Moctezuma si la Malinche hubiera sido menos entrometida y hábil con las lenguas, sino qué se hubiese dicho y escrito sobre ella si en vez de mujer hubiese sido hombre. Ya sé, la pregunta le suena a cliché feminista y le produce aversión. Yo le doy la razón, usted deme el gusto de seguir leyendo un poco más.

Cortés llegó a la isla de Cozumel, desde Cuba, en 1519. Las dos expediciones anteriores habían fracasado porque ninguno de los exploradores a cargo, Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalva, había logrado penetrar en lo profundo de las tierras mexicanas. El entonces gobernador de Cuba, Diego Velázquez de Cuéllar, decide asignarle a Cortés la tercera expedición, aunque no sin dudar de su idoneidad y, principalmente, de su lealtad. Antes de que Velázquez pudiera arrepentirse y cancelar la travesía, Cortés reclutó a unos 300 hombres y emprendió viaje, intempestivamente y sin autorización definitiva, en noviembre de 1518. La tarea que se le había encomendado era hacer un reconocimiento del lugar, descubrir el secreto de los pueblos indígenas y volver con la información, pero Cortés estaba para faenas más importantes. Desde su llegada, o incluso antes, su objetivo había sido conquistar esas tierras, poblarlas y quedarse con el mérito y los tributos correspondientes. Velázquez estaba en lo cierto: Cortés era, cuanto menos un rebelde, sino un traidor.

Uno de los motivos por los que las expediciones solían fracasar era la dificultad para comunicarse con los habitantes de los territorios explorados. Si la expulsión del Paraíso había marcado la primera caída del hombre, Babel había sido la segunda, y todavía seguía arrojando su maldición sobre los mortales. Tras su llegada a México, Cortés resuelve ir al encuentro de Jerónimo de Aguilar, sobreviviente de un naufragio y prisionero de los mayas desde 1511, período que le fue más que suficiente para aprender el idioma de sus captores. Aguilar cumplió satisfactoriamente con la función de “lengua” —término con que se aludía a los intérpretes durante la conquista— hasta que la expedición se trasladó al territorio del actual estado de Tabasco. Allí, se encontró con que se hablaba un idioma que desconocía, el náhuatl, y con que sus días como intérprete estaban contados. A duras penas podía Cortés ocultar su enfado. Se había tomado la molestia de rescatar a un traductor inútil.

En marzo de 1519, los españoles se enfrentan a los maya-chontales en la batalla de Centla. Como consecuencia de su derrota, los indígenas ofrecen a Cortés algunas gallinas, maíz, telas bordadas, oro, plumas y veinte mujeres. La entrega de jóvenes esclavas, para cubrir necesidades domésticas y de reproducción, era una práctica corriente entre las comunidades mesoamericanas. Sin demora, los españoles llevan a cabo una ceremonia para bautizarlas. Con unos pocos ademanes y pronunciamientos —ininteligibles para ellas— Cortés asigna a cada mujer un nombre cristiano —igual de ininteligible— y luego las reparte entre sus soldados para que les sirvan de concubinas. En su libro Malintzin's Choices. An Indian Woman in the Conquest of Mexico (2006), Camilla Townsend dirige nuestra atención hacia la estremecedora impudicia con que los españoles yuxtaponen el sacramento cristiano con la posterior violación, casi como si fueran dos pasos necesarios de un mismo rito, en el que el primero legitima el segundo.

El nombre original de la Malinche se desconoce y es irrecuperable. Lo que sí sabemos es que los españoles la bautizaron con el nombre de “Marina”. La consonante rótica “r” no existía en la lengua náhuatl, con lo cual se suelen ensayar dos hipótesis: o bien los indígenas creyeron escuchar algo similar a “Malina” y de allí comenzaron a llamarla Malinalli, o bien el nombre indígena de la Malinche era Malinalli originalmente y los españoles eligieron el nombre Marina por similitud sonora —o por falta de imaginación.

En el reparto, la Malinche fue entregada a Alonso Hernández Portocarrero. Poco tiempo después, los españoles descubrieron que esta joven de apenas 14 o 15 años, que ya se destacaba por ser inteligente y desenvuelta, además era bilingüe. La cuestión es que la Malinche se encontraba lejos de su territorio y de su comunidad originales. Se cree que había nacido cerca de Coatzacoalcos, en el seno de una familia noble. Tras la muerte de su padre, un importante cacique, su madre se volvió a casar y tuvo un hijo varón. Cuando la pequeña tenía entre 8 y 12 años, unos comerciantes nahuas de Xicalanco se la llevaron y la vendieron como esclava a los potonchanes de Tabasco. Los motivos reales se desconocen, pero se especula que probablemente el rapto se haya realizado con la complicidad de su familia. Estos traslados forzados explican que, además de su lengua nativa, el náhuatl, la Malinche hablara el maya chontal y yucateca con fluidez. Casi de la noche a la mañana, deja de ser una esclava prescindible para convertirse en el eslabón faltante y fundamental de la cadena comunicativa y, con ello, en el instrumento político que le permite a Cortés lo que no pudieron los exploradores anteriores: penetrar en lo profundo, no solo de las tierras, sino también de las mentes mexicanas.

Al principio, la Malinche traducía del náhuatl al maya para que luego Aguilar tradujera del maya al español, pero la labor del náufrago estaba por llegar a su fin. Poco tiempo después, la Malinche aprendió a hablar el español y terminó reemplazando a Aguilar por completo. Como muestra de respeto, los españoles comenzaron a llamarla “doña Marina”. Los indígenas, por su parte, agregaron al nombre Malinalli la desinencia –tzin (equivalente al “doña” del español) y obtuvieron la forma deferente “Malintzin”, que luego los españoles deformaron en “Malinche”. Por lo tanto, podemos decir que Malinalli, Marina, Malintzin, Malinche son, además de nombres, mojones que marcan momentos significativos en la vida de esta mujer nahua, pero también son la evidencia de que toda actividad simbólica no solo expresa la realidad, sino que además estructura la experiencia y la mirada.

Coincidentemente —o no—, Cortés había embarcado a Portocarrero rumbo a España, por lo que ya nada le impedía convertir a la Malinche en su concubina, además de trujamana, mensajera y espía; roles que serían fundamentales para el posterior derrocamiento de Moctezuma y la toma de Tenochtitlán en 1521. Aquel día en que los maya-chontales entregaron el botín de guerra a los españoles, lejos estaban de sospechar que acababan de abrir una caja de Pandora.

Ya sé, la Malinche le parece una traidora y le produce aversión. Pero mire, si se lo hace con voluntad crítica y se desoye la plétora de adjetivaciones peyorativas, cuando se lee sobre la Malinche, créame, se puede llegar a la conclusión de que, en realidad, fue un personaje fascinante y controversial. Le digo más, supongamos que nos disponemos a repensarla con algo de voluntad crítica. Lo de “fascinante y controversial” sería un buen punto de partida para ponerle paños fríos a la discusión, ¿no? Este ejercicio mental nos viene bien porque nos aleja un poco del reduccionismo y nos acerca otro poco al relativismo. Se lo confieso ahora, en esa dirección estamos yendo. Si se niega rotundamente, este sí es el momento de abandonar la lectura.

Ahora bien, los aztecas náhuatl-hablantes habían avanzado desde el norte hacia el valle central de México conquistando todo pueblo que encontraron en el camino. Fundaron Tenochtitlán en el valle de Anáhuac en 1325 y continuaron sometiendo y exigiendo tributos bajo el liderazgo de Moctezuma. En ese entonces, no había una sociedad indígena homogénea ni una idea de nación en el modo en que la entendemos en la actualidad, sino diferentes grupos étnicos con diferentes lenguas, que guerreaban entre sí constantemente. Cortés aprovechó esas hostilidades subyacentes para conseguir aliados, y el motivo por el cual los aztecas fueron su objetivo principal es que eran la fuerza dominante de la mayor parte de Mesoamérica. El pueblo de la Malinche había sido asediado y conquistado por los aztecas, por lo tanto no había motivos para que sintiera alguna deuda de fidelidad hacia Moctezuma.

¿Cómo considerar traidora a una persona que, por su condición de mujer y esclava, ya estaba excluida de su propio entorno? ¿Por quién debería haberse sacrificado? ¿Por un líder tirano y una comunidad que permitió que, siendo una niña, la arrancaran en un instante de todo lo que le era conocido: su casa, su entorno y su lengua? Lo cierto es que la Malinche no tenía ni familia ni patria. Era un caso de otredad aun en la mismidad. No contaba más que con su empeño, por lo que su bilingüismo fue su verdadera y única casa, y el pasaporte para salirse de la esclavitud y garantizar su subsistencia. Una vez entregada a los españoles, la Malinche supo que su vida dependía de la de ellos y que, por lo tanto, debía hacer tal y como se le indicaba. Después de todo, obedecer era lo que se suponía que debía hacer un esclavo.

Volvamos ahora a nuestro ejercicio mental. El motivo por el cual todo lo relativo a la Malinche resulta fascinante y controversial es que nunca llegaremos a conocerla en profundidad. Es una incertidumbre que jamás superaremos, porque no contamos con registros ni testimonios directos. La experiencia de la Malinche como intérprete, y fuera de ese rol, es todo lo opuesto a la práctica benvenisteana de apropiarse de la lengua y designarse como sujeto de la enunciación. La Malinche nunca se enunció a sí misma y, en ese no apropiarse del yo, habilitó un vacío designativo que fue llenado por discursos ajenos. La Malinche fue dueña de la voz de la conquista, pero no del relato posterior. Lo que queda de la Malinche real e histórica hoy es la Malinche en los ojos occidentalizantes, el recuerdo difuso y la pluma sesgada de Cortés, de López de Gómara, de Bernal Díaz del Castillo y de todos aquellos que, de un modo u otro, la conocieron, y que, al escribir sobre ella, lo hicieron no solo en función de sus propios intereses (buscar recompensas de la Corona por su participación en la conquista), sino también desde perspectivas poco ejercitadas en la otredad, como cuando Bernal Díaz dice que la Malinche “era muy hermosa para ser India”.

Sin proponérselo, Bernal Díaz nos confronta con la problemática del ser y del sentido. Dado que estamos irreversiblemente dotados de lenguaje y empapados de civilización, somos incapaces de relacionarnos con las cosas si no es a través de las palabras: “con un objeto sin nombre no sabemos hacer nada”, dice mi filósofo francés preferido. El problema es que las palabras nos contentan con la ilusión de que lo que obtenemos a través de ellas en forma de sentido es el reflejo fiel de aquello a lo que aluden. Podríamos encontrar muchísimos ejemplos entre los discursos políticos actuales, pero para no amargarnos tanto, mejor busquemos uno en el ámbito de la ficción. ¿Recuerda cuando Robinson Crusoe se encuentra con el prisionero de la tribu caníbal que lo acecha desde la isla vecina y le dice: “Yo Robinson, tú Viernes; yo amo, tú esclavo”? Bueno, ese es un buen ejemplo, porque cuando se encuentran dos sujetos con dos maneras de experimentar e interpretar la existencia, el que tiene la palabra, tiene el poder. El lenguaje es un abracadabra que nos permite crear realidades y hacer del mundo lo que se nos venga en ganas, independientemente de que nuestras ganas y lo que hagamos del mundo con ellas tengan o no alguna relación con lo real.

Para entender esto un poco mejor, vayamos al detrás de escena del uso del lenguaje. Cuando comunicamos una experiencia, lo que hacemos —literalmente— es darle una forma, es decir, la “informamos” (del latín informare, “dar forma”). Según Claude Shannon, autor de la Teoría matemática de la información (1948), el acto de informar supone un ejercicio simultáneo de selección y eliminación. Si decimos “Los gatos son traicioneros”, la elección de la palabra “gato” implica el descarte de otros seres animados, y el predicado, “son traicioneros”, de otras características o propiedades atribuibles a dichos seres. Por lo tanto, la información, la forma dada, está determinada por este procedimiento de selección y descarte que, en la mayoría de las ocasiones, redunda en un acto ideológico y violento. Sí, violento, porque apuesto que no había nada en la naturaleza constitutiva del muchacho caníbal que determinara que debía llamarse Viernes y mucho menos que debía ser esclavo de Robinson, en lugar de hacerse un banquete con él.

El caso de la Malinche es el de un registro histórico que, pese a haber sido escaso e impreciso, estimuló grandiosamente el temple “informativo” de quienes ostentaban el derecho a producir escritos eruditos sobre la conquista. Pareciera paradójico, pero no lo es, porque si algo hace el rumor es avivar la imaginación. Los testimonios no fueron lo suficientemente escuetos y contradictorios para impedir que se formularan hipótesis a diestra y siniestra, a punto tal que su nombre llegara a significar cosas diferentes para diferentes personas en diferentes momentos y finalmente se tornara difícil distinguir la realidad de la mera especulación. En La Malinche in Mexican Literature. From History to Myth. (1991), Sandra Messinger Cypess nos invita a pensar en la figura de la Malinche como un palimpsesto en el que se inscriben las reinterpretaciones de cada generación —en función de su propia agenda ideológica— con discusiones relativas a la cultura, la raza, el género, la identidad, el nacionalismo y el lenguaje, entre otras. Para poder ser incorporada como cosa comunicable en el discurso historiográfico, la Malinche real fue “informada”, convertida en víctima de una retorización misógina, y con ello, condenada a habitar un espacio discursivo en el que el lenguaje ejerció, y sigue ejerciendo, su tiranía y su engaño.

Tal es así que, llegado a su fin el dominio español en México, y como consecuencia de la necesidad de definir una nueva identidad nacional que incorporase el pasado prehispánico, la historiografía retoma la figura de la india nahua que había oficiado de intérprete de Cortés y carga su nombre de connotaciones blasfemas. La Malinche pasó a ser, lisa y llanamente, una puta y una traidora, relectura que no solo desnaturaliza sus padecimientos y deshistoriza a la mujer real, sino que, además, la despoja de su humanidad, reduciéndola a una mera fatalidad anatómica: toda la responsabilidad de la conquista es colocada sobre el vientre y la lengua de una sola mujer. “Puta”, por haber llevado en su vientre al primer mestizo (simbólicamente), concebido con Cortés, y “traidora”, por haber hecho uso de su lengua para ayudar a los españoles. Hasta aquí, ninguna novedad. Puta y traidora fueron, históricamente, las dos posibilidades de lo femenino, porque si algo le debemos a la tradición judeocristiana es que toda madre, esposa o hermana sea puta o culpable de algo. De allí en más, por analogía —o por falta de imaginación— todos los traidores a la patria comenzaron a ser llamados “malinchistas”.

En 1974, el escritor mexicano Emilio Pacheco publica un poema, compuesto al fragor del subtexto nacionalista, cuyo tema era la Malinche y todos aquellos que se habían desempeñado como “lengua” durante la conquista. El poema se tituló Traduttore, tradittore, y la elección del nombre no fue nada fortuita. Difícilmente haya una profesión más íntimamente ligada a las ideas de pecado y traición como la del traductor. Pacheco mata dos pájaros de un tiro y consigna a la Malinche y su oficio, ambos con su tensión constante entre libertad y fidelidad, al ámbito de lo maldito. A la noción de traición a la patria, subyace, espectral, la vinculada a la traducción, por lo que, ya desde el título se nos dice que, de ser traidora, la Malinche lo es en doble sentido.

Si bien el paradigma de la traición no encontró, ni va a encontrar nunca, fundamento en los hechos históricos ni en las condiciones sociopolíticas de la conquista, debemos entender por qué fue posible sostener semejante postura durante más de un siglo. La búsqueda de chivos expiatorios fue, y seguirá siendo, el modus operandi por excelencia que ponen en funcionamiento las naciones para fortalecerse. El problema de las narrativas que se basan en oposiciones del tipo “bueno-malo”, “héroe-traidor”, es que, además de ser reduccionistas y de pretender estar ancladas en cuestiones éticas y morales, en realidad ocultan motivaciones políticas, supuestamente al servicio de la estabilidad social, que terminan operando como una herramienta para profundizar grietas y atraer jóvenes a los campos de batalla, ya sean reales o simbólicos, con pluma o con fusil.

Pensar que una sola mujer, usando su lengua cual conjuro brujeril, puede ser causa suficiente para terminar con todo un imperio es, además de un absurdo y una falsa ingenuidad, una forma más del ensañamiento con lo femenino. Muchísimos indígenas, entre ellos los cempoaltecas y los tlaxcatelcas, se plegaron a los españoles en el combate propiamente dicho. Pero para explicar sus motivaciones se usó un argumento elegante: debían sacudirse el yugo de Moctezuma. Nada de “putos” ni “traidores”. Entonces ya ve por qué mi pregunta inicial, lejos de ser un cliché feminista, debe considerarse pertinente y necesaria, especialmente a la hora de repensar tanto la cuestión de la otredad en general, como el particular caso de otredad de la mujer en el seno de la especie humana.

No se trata de exonerar a uno para inculpar a otro, ni de distribuir responsabilidades de forma equitativa, sino de considerar los hechos en su complejidad e incorporar al análisis todas las variables que operaron durante la conquista. Además del mal gobierno de Moctezuma y de la causa ampliamente conocida de la superioridad de las armas españolas, otro factor de peso, según señaló Miguel León-Portilla en Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista (1959), es que los aztecas tenían una concepción religiosa de la guerra que les jugó en contra. Como parte de un ritual que servía para declarar formalmente el inicio de una batalla, los aztecas enviaban escudos y flechas a los líderes de sus enemigos. Esto explica las numerosas ocasiones en que fueron tomados por sorpresa con ataques perpetrados por los españoles, sin la advertencia que ellos consideraban correspondiente y de hecho esperaban. Otro factor, del que se habla poco, pero del que incluso ya existen estudios que lo consideran una de las causas de la derrota indígena de mayor peso, fue la diseminación de enfermedades que los españoles trajeron consigo del Viejo Mundo. La viruela, el tifus, y demás epidemias, tuvieron efectos devastadores entre las tribus indígenas, pero quizás se haya minimizado su extraordinaria injerencia por no constituir un modo directo de ataque por parte de los españoles.

Los últimos años del siglo XX fueron testigo de una nueva inscripción en el palimpsesto de la historia de la cultura mexicana. Aportada por las escritoras chicanas, esta nueva línea de pensamiento, más ligada a la diversidad cultural e igualdad de géneros, cuestiona y desafía el paradigma malinchista sobre la base de que es una postura que se sostiene únicamente ocultando la violencia ejercida sobre una mujer traicionada, esclavizada, utilizada como objeto de intercambio y violada, hechos que indudablemente la colocan más en el lugar de víctima que de victimario. A esta visión de la Malinche como figura fundamentalmente trágica, se le suma otra, más de corte feminista, que la reivindica como una mujer inteligente y empoderada que logró recuperar por sus propios medios todo aquello que le había sido arrebatado. La polémica llega al punto de equipararla a las figuras de Cortés y Moctezuma y de reclamar su lugar en la Historia como la primera feminista de las Américas. Quizás sea demasiado, porque para sostener esa interpretación es necesario adjudicarle a la Malinche una conciencia de género y un sentido de individualidad que difícilmente sean aplicables a su contexto socio-cultural. Lo que sí es innegable es que la Malinche se apropió de un espacio que le estaba reservado únicamente a los hombres y que, al asumir el rol de vocera en una sociedad y en un momento histórico en que a las mujeres, y más aun a las esclavas, no se les permitía hablar, encarnó una de las más notables disrupciones del patriarcado, tanto indígena como europeo.

Para el año 2000, ya habían empezado a circular algunos de los libros que urgían a los mexicanos reconciliarse con su historia. Pacheco publica —esta vez al fragor de los subtextos revisionistas— una autocrítica y una versión del Traduttore, tradittore original, sin cambiar el contenido, pero con un nuevo título, del que emanan, tímidos, el homenaje y la reparación: Doña Marina.

El de la Malinche seguirá siendo un tema inagotable porque, como ya dijimos, supone un enigma que jamás se resolverá de manera definitiva. De lo que sí podemos estar seguros es que fue una mujer que vivió durante la conquista y que surgió como mito después de ella, y que tanto en vida como después de la muerte nunca estuvo en paz. Tal vez consiga estarlo en la medida en que nos resignemos a que lo único a lo que lograremos aferrarnos con certeza es el conjunto de preguntas que podemos hacernos sobre ella y las circunstancias que la atravesaron. Las circunstancias son, ni más ni menos, la irrupción del europeo en América y la convulsión que esto significó en la vida de los indígenas. Los parámetros de existencia, las relaciones, las categorías y las subjetividades, tal y como se conocían hasta entonces, dejaron de ser válidos. Quizás no logremos nunca empezar a entender qué significó para ellos esta alteración del orden establecido. Probablemente tampoco la Malinche haya podido darle un sentido. Lo cierto es que su nombre ya no puede seguir funcionando como signo de traición y sometimiento a lo extranjero, sino como ejemplo de condena de algo que —desde la Malinche, pasando por Sor Juana Inés de la Cruz, hasta la actualidad— nunca dejó de dar mala espina: la inteligencia y la audacia dentro de un cuerpo femenino. Buena o mala, la Malinche fue una rara avis en el mundo indígena, la otredad en la mismidad, pero sobre todo, fue un producto de la conquista y no su factor desencadenante. Desde el día en que su familia la entregó a los comerciantes nahuas, se puso en funcionamiento un complejo mecanismo de engranajes que derivó en que Cortés y la Malinche se descubrieran mutuamente. Una vez abierta la caja de Pandora, el curso de la historia quedó definido de modo inexorable. Las nuevas circunstancias pusieron en tensión su resorte de mujer y, en un mundo que le pertenecía a varones y blancos, la Malinche convirtió el miedo en fuego y optó por una posibilidad de lo femenino hasta entonces desconocida en aquella metálica masa de América nocturna: la electricidad femenil.

Referencias:

Benveniste, Emile (1977) Problemas de lingüística general.
Foucault, Michel (1966) El pensamiento del afuera.
Fuentes, Carlos (1992) El espejo enterrado.
Glantz, Margo (coord.) (1994) La Malinche, sus padres y sus hijos.
Goodman, Rob (2017) The bit bomb en Aeon Magazine: www.aeon.co.
Messinger Cypess, Sandra (1991) La Malinche in Mexican Literature. From History to Myth.
Neruda, Pablo (1950) Los hombres y las islas en Canto general.
Nichols, Catherine (2018) The good guy/bad guy myth en Aeon Magazine: www.aeon.co.
Paz, Octavio (1950) Los hijos de la Malinche en El laberinto de la soledad.
Romero Rolando y Nolacea Harris, Amanda (ed.) (2005) Feminism, Nation and Myth. La Malinche.
Todorov, Tzvetan (1982) La conquista de América. El problema del otro.
Townsend, Camilla (2006) Malintzin’s Choices. An Indian Woman in the Conquest of Mexico.

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