MIseria del entusiasmo, por M. K.


Con el correr de los meses hemos presenciado un fenómeno relativo al estado, minoritario ciertamente pero igualmente significativo, que nos sitúa ante la emergencia a esta altura incuestionable de una veta pulsional, que había permanecido largo tiempo como subterránea, y que ha detonado un entusiasmo obnubilado y frenético. Por un momento hemos resultado espectadores perplejos, o cuanto menos incómodos, de una creciente intensificación en la actividad y el discurso públicos de amigos o desconocidos próximos que enarbolan unos estandartes que asemejan un Santo Grial.
Sin embargo no estamos en presencia de aquel Santo Grial del que nos hablan las historias de Arturo, sino más bien de este, más próximo a nuestra cultura, que perseguían los austeros caballeros personificados por la pandilla de los Monty Python.

En una de las escenas más memorables del legendario film, Sir Galahad divisa en lo alto del Castillo Anthrax la imagen resplandeciente del Santo Grial, y hacia allí se dirige entusiasta, solo para encontrar que no se trataba más que de un artefacto cuya única función era atraer bravos hombres a los aposentos de una comunidad exclusivamente compuesta de jóvenes y bellísimas vírgenes. Todo termina en un rescate resistido por un Galahad crecientemente renuente que ya había decidido trocar la heroica búsqueda del grial por una heroica entrega a la concupiscencia. Si el entusiasmo por la causa original se ve largamente pospuesto, a nuestro modo moderno bien podemos entregarnos entusiastas a lo que nos tire la situación.

En 1975, el mismo año en que se estrenaba la obra de los Monty Python en Londres, un Pasolini descargaba toda su pluma advirtiendo sobre la revolución antropológica –así la llamó- que estaban experimentando por entonces los italianos y que los estaba llevando inexorablemente a lo que creía un totalitarismo más macabro que el totalitarismo fascista clásico. Es lo que había llamado en Escritos Corsarios –con la inseguridad plena y lúcida del que está nominando una región inexplorada- una “homologación represiva…obtenida mediante la imposición del hedonismo y de la joie de vivre”. Atacado por todos, por el fascismo democrático de la DC por supuesto –que no sabía qué hacer más que ocultar la identidad de los jóvenes neofascistas que jugaban a poner bombas-, pero también por su amado PCI –que no quería saber nada de las metamorfosis subjetivas que estaba sufriendo su base proletaria-, y aún por la extrema-izquierda a la que acusaba de aceptar acríticamente un hedonismo de la acción, Pasolini se mantuvo en la suya hasta el día de su muerte, a fines del mismo año.
El hedonismo que ataca vigorosamente Pasolini se identifica con el entusiasmo por lo banal, y tiene su Partido en la Televisión. El Vaticano no entiende nada de nada cuando intenta recuperar terreno entre la población televisando sus rituales, pues de ese modo no hace más que convertirse en un espectáculo más. El espectáculo televisivo estaba avanzando a pasos de gigante y la RAI se estaba convirtiendo en vehículo totalitario de la homologación forzosa. Pasolini se debate, incómodo pero seguro de sí: ¿cómo ser un comunista en los tiempos que vienen, que no pueden más que venir?
Hay algo de ascético, en Pasolini, en su crítica despiadada del entusiasmo por lo superfluo, la manía del consumo, la moda, la televisión. Pero no es una crítica nostálgica: “«La pequeña Italia» es pequeño burguesa, fascista, democristiana; es provincial y está marginada de la historia. Su cultura es un humanismo escolástico, formal y vulgar”. Lo que él añora es, no la edad dorada, sino la edad del pan, de la primera necesidad, porque los bienes superfluos hacen superflua la vida. Lejos de una reivindicación de la pobreza Pasolini juega en el delgadísimo filo que distingue pobreza de necesidad. La proliferación de lo superfluo hace superflua la vida, la concentración a lo necesario…libera la vida. Lo que queda por fuera de lo necesario es libre. Aquí es fielmente marxiano, en tanto lo que debe advenir –es lo que define a un comunista- después del mundo de la necesidad es el mundo de la libertad, y la libertad no es una necesidad ampliada, de ningún modo. Lo superfluo es la saturación de toda la vida con necesidades siempre crecientes. El capitalismo es, en este aspecto, la extensión verdaderamente infinita de la necesidad. Los comunistas queremos, diría Pasolini, acotar, domar la necesidad, dejarla donde está, reducirla en lo posible, y dedicar el resto a progresar como individuos y como especie.
Al respecto hay algo por lo menos problemático en las perspectivas políticas contemporáneas que saludan y abrazan todo avance, todo progreso, toda mejora, aún toda infinitud. La dilución de las fronteras entre necesidad y libertad puso a ambas como parte de un continuo que va de cero al infinito, lo que no es otra cosa que la atribución plena de la indistinción formal entre trabajo necesario y plustrabajo a las prácticas y subjetivaciones humanas. Recordemos que esta indistinción formal consiste en la constitución del plustrabajo como mero tiempo de trabajo más-allá-de las necesidades de reproducción de la fuerza de trabajo, del tiempo de trabajo necesario. De este modo la libertad aparece, en su indistinción formal, como una mera extensión de la necesidad, como una extensión de la necesidad hasta el infinito. Aunque formal, esta es una consecuencia verdaderamente real de la evolución del modo de producción capitalista. Pero he aquí que se nos presenta el consiguiente dilema: ¿es el comunismo una liberación de esta indistinción formal de las trabas que se pone a sí mismo este modo de producción –como sostienen los aceleracionistas en la actualidad, apoyándose en el pionero Capitalismo y Esquizofrenia de Deleuze y Guattari-, como si se tratara de desencadenar las fuerzas prometeicas del deseo infinito; o, por el contrario, se trata de un humilde pacto para edificar barreras que neutralicen –siempre parcial y temporariamente- la erosión de la libertad por la necesidad?
Imposible responder este interrogante sin antes detenernos sobre el estatuto de la necesidad. No es requisito retrotraerse a una concepción que haga de la necesidad, o la falta en un sentido más general, la fuerza estructurante de toda subjetividad humana. Pero aún así la necesidad sigue estando ahí, rebelde. Como sostuvo Hannah Arendt en La Condición Humana, las necesidades de la vida son aquellas cuya no satisfacción nos conduce al dolor y a la muerte: el hambre, las enfermedades, la exposición a las inclemencias del medio ambiente… De acuerdo a este registro la libertad no podría ser una multiplicación de las oportunidades de dolor y de muerte, sino lo que hacemos y nos sucede luego de habernos encargado de mitigar ambos. Sin embargo no toda mitigación es solidaria con mi libertad, solo lo es aquella que no depende, y no depende en ningún grado, de la libertad de otro, sino de su necesidad: solo puedo ser libre si la mitigación de mi necesidad es una necesidad del otro. En hacerlo de este modo, para el Marx de los Manuscritos, “en tu goce o uso de mi producto yo habría tenido el goce directo tanto de ser consciente de haber satisfecho una necesidad humana por mi trabajo, esto es, de haber objetivado la esencia natural del hombre, y de haber así creado un objeto correspondiente a la necesidad de la esencia natural de otro hombre”. Por el contrario, si la mitigación de mi necesidad depende, aún si fuera en cierto grado, pero con más razón si lo fuera enteramente, de la libertad de otro, de su discrecionalidad, o del azar o la fortuna que le acompañen, estaré sometido a él, y mi libertad siempre comprometida.
En consecuencia la erosión de la libertad por la necesidad se deriva de la sumisión de mi necesidad a la libertad de otro. Por el contrario, si la necesidad de otro encuentra su objeto en el hecho de que yo atempere mi necesidad, habrá contribuido a evitar la erosión de mi libertad. Lejos de toda indeterminación que conduce a una infinitud del deseo, este deseo preciso, determinado como necesidad humana –no biológica- por contribuir a liberar la libertad de otro, debe atravesar de finitud a la necesidad. No una finitud entendida como límite cuantitativo, sino como límite sustantivo resultado de la complicidad humana por liberarnos mutuamente.
Volviendo al modo de producción capitalista. La indistinción formal entre trabajo necesario y plustrabajo constituye la forma alienada de expresión real de la oposición necesidad-libertad, esto es, la única forma en que puede expresarla: como un más-allá-de. Pero que a la vez conserva la sujeción de mi necesidad a la libertad de otro. Y aquí está el meollo del problema: ambas determinaciones, el ser más-allá-de y la sujeción, constituyen anverso y reverso de la misma moneda, pues es la misma potencia capitalista la que ha conducido a la indistinción entre necesidad y libertad y, al mismo tiempo, a la más absoluta sujeción de mi vida a la libertad de otro. Debido a lo cual a pesar de –estoy tentado de decir gracias a– que el desarrollo, el más y más aún, hayan conducido a que potencialmente estemos en situación de mitigar la necesidad hasta tal punto que la libertad pueda asumir formas insospechadamente exquisitas, en la práctica este coágulo indistinto de necesidad-libertad resulta en una extensión infinita de la necesidad. En términos más prosaicos, aunque pueda hoy tener acceso a bienes inimaginables para un rey feudal, mi vida sigue sujeta a la libertad de otro, mi vida en el sentido de dolor y muerte.



Volviendo a Pasolini. El hedonismo moderno es esta aceptación acrítica del pacto capitalista por el cual puedo tenerlo todo a condición de que no desafíe tu poder de que eventualmente yo no tenga nada, de que sufra dolor y hasta muera. Poder que para ser tomado en serio ha de ser efectivo y manifestarse cada tanto. Pero haríamos mal en personificar. Recordemos que este poder es un resultado del modo alienado en que hemos resuelto la oposición entre necesidad y libertad. Sin embargo lo que Pasolini no podía ver, pues estaba en los albores de este proceso todavía incipiente, es que en una vuelta de tuerca el estado podía adaptarse plenamente y convertirse en la vanguardia actuante de esta alienación. Así tenemos hoy día una plana completa de funcionarios que han adoptado como propio fin la proliferación de la sujeción a la infinita necesidad. Esta infinitud es, ahora, un programa político. Entiéndase bien, no es que pudieran hacer otra cosa, pero hemos llegado hasta tal punto que la necesidad de doblegar al otro ha sido convertida en virtud. Y como toda virtud, tendrá sus militantes.
Volviendo a los Monty Python -que no hacían otra cosa que exponernos crudamente a la miseria del entusiasmo. Existe cierta perversión del entusiasmo cuando se aplica a la proliferación de la sujeción de mi vida, de la vida de cualquiera, a la libertad de otro. La crítica política lapidaria de los Monty siempre tuvo como uno de sus ejes a la izquierda, precisamente a su falta de reflexión sobre las mutaciones antropológicas que estaban sucediendo. Con toda su lucidez apuntaron al núcleo del problema: que en el supuesto mundo de la libertad que se estaba construyendo en la Unión Soviética no había más que otra forma de dictadura sobre la necesidad. Esa misma dictadura sobre la necesidad que se festeja como libertad, hoy como entonces. Porque en ese continuo que indistingue un deseo de libertad de un deseo de emancipación respecto a la necesidad, se cuece la catástrofe de la sumisión fascista al deseo del otro, ese otro que sabe lo que necesito y que está presto a cumplimentarlo…mientras no cuestione su poder sobre mi vida. Por eso no es tan extraño encontrar un puñado de viejos estalinistas de pura raigambre, o cripto-estalinistas con apariencia populista, espectorando furiosas diatribas contra la izquierda por no subyugarse a una forma u otra de dictadura sobre la necesidad.
Pero esto no agota todo el asunto, ni mucho menos. Con un poco menos de entusiasmo, o bastante menos, una segunda línea de compañeros encuentra aún motivos para conformarse, resignados, con lo que haya, sea lo que sea. Lo que nos lleva al secreto profundo de toda esta escandalosa situación: los comunistas han llegado al punto en el cual ya no pueden entusiasmar a nadie. ¿Qué ha quedado de la crítica radical de las cosas, que no es otra que la crítica radical del humano mismo? La penosa posición de retaguardia de los comunistas es ya una vergüenza. Han consentido reducir su posición a ser la extrema-izquierda de toda lucha, de estar siempre más a la izquierda del más izquierdista de los izquierdistas. Hay, así, cierto oscuro secreto en la afirmación de aquellos que prefieren una dictadura expandida, plena y sofocante de la necesidad antes que una restringida, a saber, que la izquierda consiste en estar en contra. ¿En contra de qué, si no hay cosa de la que estar en contra, sino de una relación social alienada que no hacemos más que tejer y retejer, en escala cualitativamente creciente, a pesar de nuestras intenciones?
Entre la alucinada esperanza de que una propaganda electoral sea el vehículo de la afirmación del interés proletario, o al menos de una extensión de cierto mensaje revolucionario, y la estéril apuesta a una toma de conciencia de la situación real de explotación que, de algún modo inescrutable, condujera a la asunción masiva de que la única práctica racional es la revolución proletaria internacional, yace una cosmovisión que descansa en el supuesto idealista de que la conciencia determina la existencia. Pero es la existencia la que determina la consciencia, toda vez que vivimos en un mundo donde la existencia es precaria y la necesidad está en manos de otro. La consciencia podrá, en tiempo futuro, determinar la existencia, cuando hayamos resuelto el pequeño problema de la sujeción de la necesidad a la libertad de otro.
Y he aquí una pista para seguir: lo dicho, que solo mi necesidad (humana) de que minimices tu necesidad (biológica) puede crear las condiciones para nuestra libertad, que solo con la complicidad mutua para poner finitud sustantiva a la necesidad, solo con un humilde pacto entre seres expuestos al dolor y a la muerte, que hoy dependen del milagro de la falta de desatención de otros seres expuestos igualmente al dolor y a la muerte, pero con dinero, podremos sobreponernos a las manifestaciones perversas que emanan del automatismo impersonal de nuestras propias relaciones sociales.
Lo que demanda refundar el proyecto comunista sobre bases que transgredan tanto la ominosa miseria del entusiasmo como el miserable entusiasmo ante las promesas de la miseria –el ajuste estatal cua capitalista que siempre acecha a la vuelta de la esquina. Es inadmisible que todo lo que los comunistas tengamos para ofrecer es un “te lo dije”, “te ajustaron como te dijimos que te iban a ajustar, ¿viste?”. Porque si esto es todo, entonces el filo más incisivo de la negación completa del estado de cosas se pierde en la afirmación miserable de que lo malo del capitalismo es que no te llena la panza. ¿Es que peleamos para llenarnos la panza? ¿Se reduce así todo nuestro proyecto a un más y más aún, indistinguible a esta altura del propio proyecto alienígena capitalista con apariencia humana? ¿O nuestra pelea de fondo apuntará alguna vez a plantarnos como inquebrantables impulsores de la más absoluta libertad para todos y para cada uno de los seres humanos? Una libertad en la cual el cada uno esté sincronizado con el todos. Cuando podamos decir, con certeza, orgullo y pasión, que por debajo de la infinitesimal capa externa de la piel de cada ser humano se halla toda la infinitud de la especie, porque lo que suceda del lado de acá de esa red de átomos y moléculas que los demás presencian como superficie mía, no estará nunca más sujeta a la libertad de otro.

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Rusia en Asia, de Alfred Rieber (2018, traducción)

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