El
peronismo es un sueño eterno.
Historia
y avatares de la clase obrera en Los
que no mueren
de Andrés Rivera1
Ivana Incorvaia
UNR-UADER
Carla Benisz
UBA-UNR-CONICET
Nuestro
trabajo aborda una novela poco trabajada, al menos de manera puntual,
por la crítica de la literatura argentina, Los
que no mueren
(1959), de Andrés Rivera. Si bien el autor goza de premios y
reconocimiento en cuanto al mercado, como del prestigio de ciertos
espacios de la crítica, su primera etapa y esta novela en particular
han permanecido opacadas por el peso de su narrativa posterior. Sin
embargo, intentaremos demostrar el interés que Los
que no mueren
puede despertar no sólo por el contexto histórico que envuelve y
brota desde la novela, sino también por las voces que conforman la
narración y que tienen que ver con la apuesta escrituraria que
Rivera ha puesto en juego a lo largo de toda su trayectoria. Estos
dos aspectos se conjugan para problematizar el fenómeno que, para
entonces, obsesionaba a los escritores de su generación: el
peronismo.
La
irrupción del realismo.
La
obra de Andrés Rivera traspasa varias generaciones, reconoce
diferentes etapas, es compleja y voluminosa, pero a pesar de todo
esto, y de haber sido Premio Nacional de Literatura, sigue siendo una
“rara avis” para la crítica y la investigación académicas, por
lo cual su presencia, en las historias de la literatura
latinoamericana o argentina, es escasa. Esta pobreza de lecturas se
multiplica cuando se aborda la primera etapa de su narrativa, la que
desarrolla hacia fines de los cincuenta y que queda opacada por su
obra posterior a la década del ochenta, ya convertida en objeto de
mercado y de publicidad literaria bajo la órbita de editoriales
trasnacionales.
Sin
embargo, elegimos adentrarnos justamente en ese primer periodo poco
trabajado y poco editado a través de la novela Los
que no mueren,
y con ello cuestionar, al mismo tiempo, ciertos lugares de la crítica
que cierra este periodo en la temporalidad del beginning,
como diría Said (1975),
caracterizada como un ensayo panfletario dentro del proceso de
aprendizaje de un escritor que madura el oficio al dejar de ser
militante.
De
acuerdo con las periodizaciones generacionales, Andrés Rivera suele
ser ubicado dentro de la denominada «generación del 55».
El grupo, como se sabe, incluye a los narradores nacidos entre 1920 y
1930 que iniciaron sus publicaciones luego de la caída de Perón.
Esta
generación de escritores está signada por un hecho de importancia
histórica y política, como lo es el derrocamiento de Perón, pero
también, y quizás como acompañamiento de esta experiencia
histórica, por el impulso de una clara revisión de las tendencias
dominantes en el plano de la escritura, vinculadas al fantástico, la
que animó a estos narradores a una marcada propensión hacia el
realismo. A
su vez, el periodo se caracteriza por una intensificación de la vida
intelectual y un desarrollo excepcional de los medios masivos de
comunicación. Así, se puede considerar que tanto la contaminación
de una esfera vinculada a lo comunicacional como el interés
intelectual por la circunstancia histórica, repercutieron en la
inclusión de temáticas de tipo social, característica decisiva de
la generación.
Ahora
bien, el vínculo con el fenómeno peronista no debe concebirse de
manera mecánica o lineal. Por el contrario, es notorio que su
tratamiento literario sufre modificaciones con las posiciones y, en
muchas casos, con las incertidumbres que asumen y mantienen los
escritores durante este contexto.
El
peronismo como fenómeno de masas, su proscripción y el
recrudecimiento de la represión tras la caída de Perón, hicieron
que muchos intelectuales se preguntaran acerca de la naturaleza del
movimiento, lo cual no podía ser respondido simplemente bajo las
fórmulas que tanto liberales como comunistas ortodoxos compartieron
durante sus años de hegemonía. Sin embargo, aún después del 55,
encontramos explicaciones del peronismo como “fascismo posible”
(Halperín Donghi, 1956) así como, con toda coherencia, la directora
de Sur
tituló
el número inmediatamente posterior a la Libertadora “La hora de la
libertad”.
En
los límites de la ortodoxia.
Los
que no mueren
se ubica en el momento inmediatamente posterior a la caída de Perón.
La primera edición es de 1959, momento de ebullición política al
calor de la resistencia peronista, y cuando Andrés Rivera todavía
militaba en el PC. De ahí, su significativa dedicatoria, a Juan
Carlos Portantiero, lo cual además lo ubica cercano al grupo de los
disidentes que pocos años después, concretamente en 1963, son
expulsados del partido. Mientras que Rivera se va apenas un año
después y, según Jorgelina Núñez:
Su
expulsión del PC en 1964, señaló un camino de divergencias que iba
a exceder lo político para fracturar de manera definitiva su avión
de las cosas. Alejado de las cuestiones partidarias, prefirió
aferrarse a un conjunto de principios hacia los que sigue profesando
una lealtad incondicional. Las consecuencias de esa fractura se
hicieron visibles en “Ajuste de cuentas”, un libro de relatos que
apareció en 1972 y en el que buena parte de la crítica encuentra el
punto de inflexión de toda su obra. A diferencia de sus novelas
anteriores, en las que la expresión de la violencia es el arma que
le sirve para denunciar la opresión social y postular la posibilidad
de una transformación futura, en este volumen su mirada da un giro
radical (2001).
Los
que no mueren,
por su parte, pertenece a una oscura primera etapa del autor que
habría quedado sellada, incluso por él mismo, luego de la inflexión
que significó Ajuste
de cuentas
y de los años que pasó sin publicar. En los ochenta, inicia la
serie de novelas que lo consagrarían y que son las referencias
siempre mencionadas a la hora de hablar de su obra: Nada
que perder,
En esta dulce tierra,
La revolución es un sueño eterno¸
etc.
Sin
embargo, la reedición reciente de Los
que no mueren
así como de su primera novela (en una nueva versión) permite hablar
de una relectura por parte del mismo Rivera de su obra primera.
Además de que vuelve a poner en circulación obras que parecían
destinadas a los anaqueles de las librerías de viejo, lo hace –en
un caso– bajo una nueva apuesta escrituraria y –en ambos– con
el sello Razón y Revolución, editorial independiente vinculada a la
investigación y reedición de clásicos de la izquierda. Gesto que
vincula esta obra primera con un universo editorial completamente
diferente del que caracteriza su obra consagrada, publicada ésta por
sellos multinacionales.
De
todos modos, Jorgelina Núñez parece rubricar esa interpretación
según la cual, la literatura de Rivera gana especificidad y adquiere
valor al dejar de verse minada por la militancia. Sin embargo,
previo a ese punto de inflexión que significó Ajuste
de cuentas,
y estando aún Rivera dentro del PC, Los
que no mueren
permite una mirada diferente a la de la ortodoxia del partido, lo
cual es posibilitado por las mismas estrategias formales de la
narración y es por ello que
creemos
que la novela debe situarse dentro de esa esfera intelectual que
busca salir de los discursos del gorilismo clásico. Aunque no se la
puede asociar con la izquierda nacional entonces en ciernes, la
novela se esfuerza por generar y dar verosimilitud a un punto de
vista proletario. Por ello –es evidente– se encuentra en las
antípodas del cinismo de Sur
y los escritores vinculados a la revista. Esto tampoco significa, de
acuerdo con nuestra lectura de la novela, que el peronismo sea
reconsiderado tal como lo hiciera un sector significativo de la
franja cultural denuncialista; mucho menos se siente responsabilidad
o culpa por su caída, sino que la angustia expuesta, en todo caso,
será más por los fracasos del proyecto político del peronismo: se
lamentan los límites inevitables del populismo que terminan de
evidenciarse durante la dictadura de Aramburu.
Si
bien la opinión manifiesta de Rivera sobre el peronismo destaca la
retórica nacionalista como continuación de una política
autoritaria (lo cual puede verse en su polémica con Galasso),2
la novela –al centrarse en las subjetividades contrapuestas de dos
obreros– no da lugar al sustrato de clase que alimenta el
gorilismo. El foco de la narración es la subjetividad conflictuada
de dos obreros pertenecientes a dos generaciones diferentes de la
clase: por un lado, Demetrio, obrero de larga sindicalización bajo
la órbita del PC ortodoxo, por otro, Carlos, más joven, que entra
en la vida laboral bajo la hegemonía del peronismo y, en
consecuencia, personifica al obrero de vida política reciente y
cooptada por el peronismo.
La
propiedad privada y el cuerpo del obrero.
De
todos modos, más allá de las operaciones que el autor y que el
mercado realizaron sobre esta obra en particular, creemos que la
novela en sí misma ofrece un foco de interés para la crítica por
varios motivos
En
primer lugar, el foco de la novela anclado en la subjetividad de los
personajes permite que la reconstrucción de la historia no sea tanto
una puesta en escena epocal, una minuciosa reconstrucción en la que
los personajes cubrirían sencillamente una función de la trama
histórica, sino que a partir de sus contradicciones se repone esa
dimensión epocal implicada pero no del todo explícita. De modo que
en este subjetivismo como foco de la narración se puede observar lo
que será, con el desarrollo de una lengua literaria ligada a los
recursos de la poesía, la marca registrada de la novelística
consagrada de Rivera.
Reconocido
admirador de Faulkner, también en Los
que no mueren,
Rivera hace uso de los recursos que identifican la narrativa de
influencia faulkneriana. Fluctúa el foco de la narración entre
distintos puntos de vista, pero con una clara preeminencia de voces
obreras, las de Carlos y Demetrio, que funcionan como dos puntos de
vista contrapuestos y que muestran –en su contrapunteo, pero
también en el interior de cada voz– las contradicciones surgidas,
en el seno de la clase trabajadora, por el influjo del peronismo.
Todo
se conseguía, para su gusto, de un modo demasiado fácil: los
veraneos, las vacaciones, los aguinaldos. Pero los patrones no se
morían; tenían más plata que nunca y no se morían, y ésa era una
cosa que nadie podía explicarle satisfactoriamente.
Antes,
todo
se obtenía de otra manera, pensaba él. Y lo decía a veces.
Entonces le contestaban (el petiso, o Francisco, o Carlos en
ocasiones) moviendo las manos y escupiendo rabia por los ojos, ah,
ah, antes, déjese de embromar con antes; ¿antes había esto? Antes,
antes.
Los
patrones daban: apretaban los dientes pero daban. Daban uno y ganaban
tres, pero apretaban los dientes. Déjese
de embromar con antes. ¿Antes tenía aguinaldo y Comisión Interna y
horas pagas por telar parado, y trabajo? Mierda tenía antes.
Escupían rabia por los ojos y a Demetrio le resultaba duro
entenderse con ellos (Rivera, 1959: 73-74).
Demetrio
se forma en un sindicalismo clasista de una etapa previa y
caracterizada por importantes huelgas obreras que funcionaron como
gestas propias de la clase, pero que termina opacada, a la vista de
los obreros jóvenes, por la política de Juan Domingo Perón de
efectivizar los derechos laborales que, hasta el momento, no habían
tenido más realización que la de una legislación impotente. El
peronismo, entonces, quiebra la lógica de la clase de ser agente
exclusiva de sus luchas y obtener las victorias luchando contra
el Estado. En consecuencia, el Estado como conciliador de clases y de
los conflictos entre el capital y el trabajo, vuelve impotente al
discurso estrictamente clasista de Demetrio en su intento de rebatir
la lógica del populismo.
La
idea de la propiedad funciona como una especie de leitmotiv
simbólico y eje a partir del cual comprender la contraposición
entre las dos generaciones de obreros. Por un lado, proliferan las
expresiones de los trabajadores que manifiestan el deseo, concebido
como una imposibilidad, de ser dueños de algo, del propio cuerpo,
del futuro, del bienestar de su familia, es decir, no se trata de ser
dueño como propietario, sino como posibilidad de agenciamiento. Por
otro lado, la crítica central de Demetrio hacia el peronismo es
justamente que éste no modificó ni alteró las relaciones de
propiedad. Más allá de los derechos laborales, los trabajadores no
eran dueños de nada más que de vender su fuerza de trabajo,
mientras que los patrones son –justamente– “los que no mueren”
ni pierden. “Hace doce años que trabajo aquí –dijo Demetrio–
y Weldman sigue siendo el patrón. Fue patrón antes del Hombre,
y los sigue siendo con el Hombre.
Y por lo que veo no dejará de serlo, él o su hijo” (Rivera, 1959:
89). Esta lógica inalterada de la propiedad mantiene, entonces, la
enajenación del trabajador respecto de su propio cuerpo, lo cual
determina el trágico fin de Demetrio después de ser echado de la
fábrica. Hasta ese final, ya en el contexto de la Libertadora, la
realidad de la enajenación resulta incomprensible para los
trabajadores jóvenes formados bajo el paradigma de la conciliación
de clases.
Este
complejo tramado de los discursos políticos de la época se formatea
a nivel de la narración y por ello, creemos que la novela no se
queda solo en una estética de “redentorismo social” aunque asuma
una postura política evidente y acorde, pero no limitada, a la
militancia del autor. El redentorismo requiere de ciertas seguridades
que la novela reemplaza por un mosaico tan complejo como las
mediaciones que existen entre el trabajador y la conciencia de clase,
sobre todo tras la experiencia de un gobierno populista como el de
Perón.
Según
Claudia Gilman:
En
El
precio
o Los
que no mueren,
lo que sostiene a los personajes en su papel es una identidad
económica social, el lugar que ocupan en las relaciones materiales
de producción del sistema capitalista. Esta identidad es colectiva y
se actualiza solidariamente con todos aquellos que son funcionalmente
idénticos. Lo que cuenta es el alcance, la representatividad. De la
masa anónima y equivalente de los trabajadores, en el proceso de
individualización que obliga a la literatura a sostener un nombre o
un pronombre singular para rodearlo con una frase o una historia,
surge el personaje (1991).
La
afirmación de Gilman resalta esa estricta caracterización política
y social que, más por una cuestión de desarrollo de su poética que
de los intereses temáticos, deja de ser privilegiada en la segunda
etapa de la obra de Rivera, pero es central en sus primeras novelas.
Sin embargo, en cuanto a Los
que no mueren,
si nos centramos en ese sinuoso camino que, en cierto modo
thompsoniano, hace de la conciencia de clase un proceso complejo, la
bajada de línea política de Rivera de su época comunista, permite
hacer de esa individualización del personaje algo más que una
tipificación funcional para la reconstrucción histórica, es decir,
el espacio para explotar un intenso drama personal de contenido
histórico.
Una
visión peculiar de la alienación
El
relato es guiado por el drama personal de los protagonistas.
Entonces, aun en la trasposición de los hechos históricos más
densos, predomina una mirada subjetiva; mejor dicho: los hechos
históricos aparecen a través de esa mirada subjetiva.
Precisamente,
la masa anónima que ocupa un lugar determinado en las relaciones de
producción, la clase obrera, es singularizada por Rivera, narrando
los acontecimientos a través de la vivencia personal y subjetiva de
los personajes. De allí surge una visión, asimismo singular, de la
complejidad del entramado social, pero desde la experiencia personal
dramática: una suerte de visión
existencialista de la alienación.
A
través de la mirada colectiva pero individualizada en el
contrapunteo de los dos personajes obreros, como resultado de la
lógica capitalista imperante en el mundo del trabajo, la vida
cotidiana se muestra atada a ella en un alto nivel de intensidad,
aunque sin hipérbole, sin amplificación ni exageración alguna. Es
la exaltación de una posición ante la vida, ante la vida laboral y
económica, pero con el agregado de proyectarse sutilmente en la
intimidad, o, podría decirse así: la novela también narra la
imposibilidad de pensarse, incluso en la privacidad, por fuera de la
vida laboral y económica.
Uno
de los fenómenos de la modernidad es la división burguesa entre el
espacio público del trabajo y el espacio interior de la casa: “Para
el hombre privado aparece por primera vez un espacio vital
distinto y opuesto al lugar del trabajo. Ese espacio se constituye en
un interior. La tienda pasa a ser su complemento. El hombre de vida
privada, que debe contar con la realidad en su negocio, exige de su
interior que lo mantenga en sus ilusiones” (Benjamin, 1972: 132).
Esta es la experiencia burguesa del “yo poseedor” que construye
un espacio interior resguardándolo del mundo del trabajo “donde
la desnudez y la sordidez van de la mano, donde la productividad
economiza la belleza y el confort para alcanzar el más alto
rendimiento monetario” (Rama, 1983: 111). Ahora bien, los obreros
y empleados no comparten esta experiencia, sino que para ellos sólo
existe el espacio frustrante del “interior de la actividad
productiva” (1983: 112).
Hemos
terminado de cenar. Lucía plancha, se mueve a mi lado, y yo no
olvido a Demetrio, sus cuatro mil madrugadas de tejedor –frío,
humo, niebla, cansancio, calor-; pienso en mí que sigo tan fielmente
sus pasos.
La
miro a ella, a su vientre, a las paredes de este departamento, y
digo: `Esto es mío.´ ¿Y qué? Alguna vez Demetrio también se
sintió dueño de algo, de sus manos, de su cuerpo, de una mujer. ¿Y
hoy?
Lucía
se vuelve hacia mí, y su rostro pálido habla:
─Demetrio
no va a vivir mucho si ustedes no lo sostienen”
Y
agrega:
─Un
hombre no puede vivir sin que algo lo sostenga.
Esto
me lo dice ella, una mujer. Yo miro sus ojos, y oigo sus palabras, y
veo sus manos quietas sobre la ropa blanca, planchada, sobre esta
serenidad que nos rodea. `No puede vivir sin que algo lo sostenga´.
¿Para qué vivimos nosotros? ¿Para levantarnos durante cuatro mil
madrugadas, llegar a los telares, pararnos bajo los tubos
fluorescentes y sentir la acumulación de la fatiga, el crecimiento
de la barba y las canas; y eso es todo? (Rivera, 1959: 27-28).
Así,
las esferas de lo social (el trabajo, la fábrica, el conflicto
histórico de la clase) y la esfera de lo privado, se narran sin
posibilidad de escisión alguna. El hogar, en este sentido, no puede
funcionar como refugio, mucho menos como un espacio de confort. El
cuerpo materno de Lucía, pareja de Carlos, encierra la vida, y,
metafóricamente, se manifiesta como oposición a la muerte anunciada
de Demetrio, sin embargo, Carlos vivencia ambas esferas como
continuidad, sin la posibilidad de disociar el afuera alienante de la
privacidad de su hogar. No obstante intenta refugiarse en la
vitalidad del vientre de Lucía, pero su cuerpo, poseído por el
trabajo, es el mismo cuerpo reglamentado, disciplinado, también en
su ámbito de intimidad.
Estoy
aquí, en mi casa, esta tarde de domingo, harto de la pausa que me
separa del lunes, de este trecho de tiempo que me separa de la
posesión de mi cuerpo por el trabajo y de saber que la muerte (¿o
la humillación de la inutilidad?) no se divisa aún. Peor hoy es
domingo, domingo gris, y el mundo está allí, afuera, en los árboles
deshojados, en una claridad blanca y floja; y yo estoy aquí,
circundado por cuatro paredes, con los hombros que me pesan, cansado
de comer, dormir, hablar, esperar, mis ojos sin nada que descubrir,
temiendo encontrar mañana, entre los telares, la cara de Demetrio y
palparlo en el crujido de mis huesos.
Lucía
me alcanza un mate. Obramos como si nos desconociéramos.
Ella
se mueve en silencio; en silencio dialoga con esa carne que crece en
su vientre y allí parece terminar todo.
Le
devuelvo el mate, vacío. Doy unos pasos por el comedor. Hace frío
en la habitación y está a oscuras. Retorno a la cocina y me siento.
Lucía, desde su altura, deja caer estas palabras:
─Ustedes
lo dejaron solo a Demetrio (Rivera, 1959: 63-65).
En
la propia voz de su compañera, un ser cercano e íntimo, a Carlos le
resuena la impotencia (una impotencia histórica quizás, por el
sostenimiento intacto de los modos de producción dominantes) para
sacar a Demetrio del lugar donde lo colocó la patronal.
Así,
la visión existencialista de la alienación se traduce como el
conflicto de clase, tejido o hilvanado, a veces silenciosamente, en
la intimidad del hogar; quizás así sea porque el peronismo no
habría viabilizado la posibilidad de la desalienación del
trabajador y la sensación de esclavitud que siente el obrero por
realizar un trabajo que no le pertenece, continua. Por eso, la
contención afectiva de Carlos, el olor a leche –la vitalidad–
que él huele en los labios de Lucía, la vida en sus propios labios
(ella, como cofre de la vida aunque actuando, a veces, como la
conciencia enjuiciadora), no le alcanza para evitar la muerte de
Demetrio: la crónica de una muerte anunciada, el deceso producido
por un sistema que, lejos de reconsiderarse positivamente luego del
golpe de la Libertadora evidencia entonces desgarradoramente que
algunas cosas cambiaron pero nada esencial cambió realmente.
De ahí que la épica –los años de hegemonía peronista– se
transforme rápidamente en tragedia, en derrota histórica, la cual
se experimenta subjetivamente como
angustia.
La
alienación respecto de sí mismo, de su cuerpo, la angustia
experimentada por Carlos, son consecuencia de la lógica inalterada
de la propiedad que denunciaba Demetrio y que lo conduce incluso a su
propio final. Pero que Carlos vivencia como quiebre en la conciencia,
en un momento clave de la novela, la declaración de derrota que
parece no ser más que un despertar amargo después de un sueño:
Llegamos
al sindicato. La puerta estaba cerrada: no había nadie. Golpeamos
hasta gastarnos los nudillos; algunos puteaban. Miramos por las
ventanas: nadie. Sólo quedaba el busto de la señora, las flores que
la rodeaban –cuyo aroma dulzón llegaba hasta nosotros por las
banderolas abiertas– y las fotografías del general pegadas en las
paredes. Sólo eso dentro del Sindicato.
Me
reí calladamente: yo, un hombre tranquilo, fui en busca de un fusil
–ahora lo sé– para cortarle, de un golpe, el gesto satisfecho a
un tipo que se preparaba a decirnos
jodan, a ver jodan, jodan que se les terminó el dulce,
y con eso obtener que Demetrio pudiera seguir, en paz, junto a
nosotros, y algunas otras cosas, muy pocas, que un hombre levanta o
hereda a lo largo de su vida
(Rivera,
1959:42).
Referencias
bibliográficas:
Benjamin,
Walter. (1972). “Paris, capital del siglo XIX”. En: Iluminaciones
II.
Madrid: Taurus.
Gilman,
Claudia. (1991). “Historia, poder y poética del padecimiento en
las novelas de Andrés Rivera”. En: Roland Spiller (ed.) La
novela argentina de los años 80,
Lateinamerika-Studien 29. Universitat Erlangen-Nurnberg.
Zentralinstitut (06). Frankfurt am Main: Vervuert Verlag.
Halperín
Donghi. (1956). “Del fascismo al peronismo”.
En
Contorno,
Nros.
7-8.
Núñez,
Jorgelina. (2001). “El silencio de todas las derrotas”. En:
Clarín,
Buenos Aires, 17 de junio de 2001. Disponible en:
http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2001/06/17/u-00611.htm
Rama,
Ángel. (1983). “El poeta frente a la modernidad”. En Literatura
y clase social.
México: Folios.
Rivera,
Andrés. (1959). Los
que no mueren.
Buenos Aires: Nueva Expresión.
Said,
Edward W. (1975). Beginnings:
Intention and Method.
New York: Basic Books Inc. Publishers.
1
Publicado
en
América Latina desde América Latina: arte, creación e identidad
cultural en América Latina
(2014), Rosario: Iracema Ediciones. Este Libro-Cd reúne el
resultado de los trabajos presentados en el XIII Encuentro Artes,
Creación e Identidad en América Latina, Facultad de Humanidades y
Artes, UNR
2
En un
comentario poco afortunado y tal vez un tanto dispar a la propuesta
narrativa que analizamos, Rivera, en su polémica, recurre a un
gorilismo clásico al sentenciar, casi como oxímoron indiscutible,
la imposibilidad de conciliar ser un intelectual o un verdadero
escritor e identificarse como peronista. Asimismo, recupera algunas
líneas del PC de aquella etapa de los “frentes antifascistas”
y, aunque luego fueron revisadas por el propio partido, dictamina de
modo virulento paralelos entre Perón y los distintos fascismos. En
efecto, frente a la respuesta de Norberto Galasso, la nueva nota de
Rivera como respuesta a dicha réplica se sostiene en la
identificación del nacionalismo como derecha inevitable,
transformando el rótulo, con el que el mismo historiador
revisionista se identifica, en “izquierda nazional”. En esto,
además, puede observarse, por parte de Rivera, una caracterización
del intelectual deficitaria de los parámetros sartreanos, de gran
influencia en los sesenta, que asociaba el carácter de intelectual
con el compromiso político y social; a partir de esto, para Rivera
parece imposible la existencia de un intelectual de derecha. El
debate apareció en la Revista Sudestada,
entre octubre y noviembre de 2004.
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