Traducción: Ramiro de Altube (UNR)
La muerte de Nelson Mandela nos recuerda la gran victoria que las masas negras de Sudáfrica lograron sobre el violento, cruel y regresivo sistema del apartheid, primero alentado por el imperialismo británico y luego adoptado por la reaccionaria y racista clase dominante de Sudáfrica para preservar los privilegios de una pequeña minoría. Mandela pasó 27 años en la cárcel y las personas que él representaba libraron una larga y dura batalla para derrocar a un régimen grotesco, respaldado por las grandes potencias imperialistas, incluidos los EE.UU., durante décadas.
A pesar de los esfuerzos de los conservadores británicos, particularmente bajo Margaret Thatcher, ganadora y jefa máxima (“diner-in-chief”) de todos los reaccionarios a nivel mundial, y los otros líderes imperialistas, el régimen sudafricano fue finalmente puesto de rodillas por los sacrificios de millones de sudafricanos negros: la fuerza de trabajo en las minas, los niños en las escuelas y el pueblo en los distritos segregados. Ellos fueron apoyados por las acciones solidarias de los trabajadores y el pueblo en la mayoría de los países a través de boicots, huelgas y campañas políticas. Fue una gran derrota para las fuerzas de la reacción en Gran Bretaña y Estados Unidos.
Pero el momento del fin del apartheid también se debió a un cambio de actitud de la clase dominante blanca en Sudáfrica y de las clases dominantes de los principales Estados capitalistas. Hubo que tomar la dificil decisión (“hard-headed decision”) de dejar de considerar a Mandela como “un terrorista” y reconocer que un presidente negro era inevitable e incluso necesario. ¿Por qué? La economía capitalista de Sudáfrica estaba de rodillas. Eso no era sólo por el boicot, sino porque la productividad del trabajo negro en las minas y las fábricas había descendido sin parar. La calidad de la inversión en la industria y la disponibilidad de la inversión desde el extranjero se habían reducido considerablemente. Esto se expresó en la rentabilidad del capital que alcanzó el nivel mínimo de la posguerra durante la recesión mundial de principios de 1980. Y a diferencia de otras economías capitalistas, Sudáfrica no encontraba la manera de cambiar esa situación a través de la explotación de la fuerza de trabajo.