Documentos de la crisis.
i."La Izquierda y el Militante"
Asistimos en estos tiempos 
al derrumbe terminal de todo un largo período signado por la lógica 
programática clásica. Su entero armazón, como así también cada uno de 
sus términos, sus objetivos y sus premisas, nos muestran hoy con toda 
claridad la imposibilidad de esta lógica para proponer un marco de 
pensamiento adecuado a cualquier manifestación de ruptura con el orden 
instituido. Para aquellos que han adoptado la perspectiva de mirar la 
situación sin ningún tipo de pudor ni respeto por la galería de próceres
 de las luchas populares, esta inadecuación absoluta indica tan sólo el 
acabamiento, la sentencia final, de un proceso que comenzara el mismo 
día en que los explotados y oprimidos de este mundo creyeron encontrar 
el fundamento de su destino y la garantía de su liberación en el 
seguimiento de un programa elaborado a sus espaldas y ajeno a sus 
intereses. Asistimos al fin de la capacidad explicativa y predictiva de 
esta lógica y al fin de su instrumento y encarnación: el partido.
Esta clausura, que por momentos y en nuestro país 
parece ser un verdadero aniquilamiento, es inmediatamente visible a 
través de la elucidación de sus efectos sobre el campo de la praxis, tal
 y como es aún entendida en lo más general del pensamiento de la 
izquierda de partido. Esta praxis es insignificante a lo real, y lo es 
en sus dos sentidos más populares: por una parte en tanto esta praxis le
 es minúscula y, por la otra, en cuanto no puede hacerle decir nada. 
Nunca antes el pensamiento de la izquierda de partido estuvo tan 
impotente como para hacerle decir algo a lo real; o, lo que es lo mismo,
 nunca fueron tan fallidos los intentos por propagar y ayudar al 
desarrollo de las potencialidades que ofrecen las convulsiones que se 
dan lugar toda vez que una ruptura acontece en el orden de la situación.
Estas rupturas, a las cuales deberemos abocarnos no 
bien terminemos de ajustar cuentas con la resaca heredada por tantos 
años de programas y partidos, constituyen, de conjunto, el referente que
 comunmente se conoce por Izquierda. Lo que cabe decir al respecto, y 
que será preciso demostrar, es que la izquierda de partido nada tiene 
que ver con ella. Existe desde hace algún tiempo una incongruencia 
radical entre lo que la Izquierda es, lo que ella abre en la situación 
en tanto es lo que es, y el referente imaginario y el orden 
institucional con los cuales la izquierda de partido se identificaba, 
hasta el punto en que durante décadas ambas se tornaron casi 
completamente indistinguibles. Hemos pasado de una situación en la cual 
todo lo que pudiera identificarse como izquierda era plenamente 
recubierto, en el pensamiento y en la acción, por el concepto de 
partido, hasta una nueva situación donde el partido, y todo lo que él 
entendía como izquierda, transcurren en una disyunción cada vez más 
pronunciada respecto a la Izquierda real.
Decir que Izquierda ¹
 Partido es algo que todos están dispuestos a admitir. Cualquier 
militante de cualquier partido de izquierda concederá de buen grado que 
la izquierda es algo mucho más amplio que lo que está organizado en 
partido. Lo que de ningún modo admitirán es esta interpretación de la 
no-igualdad: que la Izquierda es otra cosa que el partido, que la 
diferencia no es de grado, que no puede ser eliminada a través del 
tiempo. Lo que es inconcebible para la izquierda de partido es la 
afirmación de su diferencia de naturaleza con lo que la Izquierda es; 
que aquella es un obstáculo para ésta y que la solución de aquella 
desigualdad no puede pasar por un acercamiento progresivo de los 
términos sino por la desaparición de la primera y su reemplazo por una 
manera radicalmente distinta de pensar y realizar la Política.
Todo esto tiene que ser explicado, y esta es la tarea
 que se propone el presente trabajo. Partimos, para ello, del 
reconocimiento de que la crisis del pensamiento de izquierda tradicional
 es claramente terminal. Esta aseveración no es solo intolerable sino 
incluso impensable. Afirmar que todas las nociones, significaciones, 
prácticas y teorías relacionadas con el concepto de partido y la 
izquierda que aquel tenía por su referente están hoy caducas representa 
un punto mucho más allá del límite de la tolerancia que podemos esperar 
de estas organizaciones. Por ello mismo, y porque nosotros aún 
permanecemos en parte inmersos en esta lógica, esta aseveración pone en 
cuestión, incluso, nuestra propia tolerancia y nos exige el mayor de los
 esfuerzos por pensar todos los problemas de la revolución en unos 
términos con los cuales no estamos familiarizados.
Observaremos, en lo que se escribe, que esta falta de
 familiaridad es tanto una parte del problema como una de las 
consecuencias de la estructura de reflexión que fuera la nuestra. Pero 
observamos, desde ya, que estos términos existen: la izquierda de
 partido no puede explicar lo que sucede por la sencilla razón de que lo
 que sucede queda por fuera de su campo de reflexión. La izquierda de 
partido puede explicar (y hacerlo muy bien, por cierto) cómo funciona el
 capitalismo; dónde, cómo y porqué su desarrollo conlleva una crisis 
estructural (que algunos conciben como terminal desde siempre y otros 
como cíclica en espiral ¿?); y cuáles son las tareas políticas que se 
derivan de este análisis estructural (con todos los agregados y 
precisiones de los análisis particulares de las etapas en el desarrollo 
histórico de las estructuras). Pero ocurre que todos estos análisis 
enormes, concienzudos y precisos, toda la larguísima serie de debates 
impresos sobre estas cuestiones, no pueden evitar que lo que sucede
 tenga lugar. No se puede evitar, por ejemplo, que en la mayoría de las 
ocasiones los procesos anímicos y volitivos de los individuos sostengan 
las estructuras de poder existentes; que, en las ocasiones en que no es 
así, los partidos de izquierda sean incapaces de realizar la acumulación
 militante que ellos prometen, y se prometen, como la mediación 
necesaria para el asalto revolucionario; que, por otra parte, sean 
incapaces de contener a lo mejor de la vanguardia para terminar 
destruyéndola e incorporando en su lugar toda clase de lunáticos, 
desarraigados anómicos, aprendices de burócratas, teóricos 
incomprendidos, serviciales tecnócratas y megalómanos de cuidado, 
futuros dirigentes de soviets y preparados combatientes del día final. 
Esto la izquierda de partido no puede evitarlo; peor aún: no puede 
pensarlo.
En este trabajo pretendo volcar en forma muy somera 
algunos de los ejes que nos permitan ir ubicando el espacio de los 
problemas a tratar. Comienzo con un análisis del pensamiento 
programático, tal y como se ha realizado en toda la izquierda de 
partido. Quiero, de todas maneras, anticipar un pensamiento que se 
sostiene en todo lo que procede. El hecho de cuestionar el pensamiento 
programático no significa que todo se reduzca a la inmanencia estricta 
respecto de lo que acontece, que nada se pueda decir, y hacer, en 
procura de realizar encadenamientos en procura de un objetivo. Lo que se
 critica es la forma que han adoptado estos encadenamientos. Por otro 
lado, el hecho de criticar la forma partido no implica en lo absoluto 
que ninguna forma de organización militante sea posible. Se trata de 
pensar una militancia organizada de otra manera y, sobre todo, con otros
 objetivos y métodos. Se trata, en fin, de desabrochar la militancia del
 partido, de los límites que se ha autoimpuesto y que ya no le dejan 
ningún espacio para existir salvo el de negarse a sí misma en tanto es 
lo que es.

Primera parte
La concepción programática de la política
Si buscamos una categoría que 
resuma el espíritu de las organizaciones partidarias de este siglo, ésta
 es la de programa. Los mayores esfuerzos de estas organizaciones 
estuvieron y están encaminados a la definición lo más precisa posible de
 un conjunto complejo de análisis, hipótesis, lineamientos y 
conclusiones que dieran la base para el curso de acción. En las batallas
 libradas entre estas organizaciones, los programas eran, a la vez, el 
tegumento que mantenía unido al ejército de militantes, un arma 
sofisticada para el combate ideológico y práctico, y el saldo mismo del 
combate, en tanto debía incorporar en su seno el contenido de lo 
aprendido en la batalla. Eran, pues, la idea, la herramienta y la memoria. 
No obstante estos 
enfrentamientos no siempre eran librados directamente entre las 
organizaciones partidarias. Durante todo el tiempo en que los partidos 
tuvieron algo que ver con la Izquierda estos programas combatían entre 
sí apoyándose en ella, haciéndola jugar como un término disyuntor que 
repartiera inequívocamente triunfos y derrotas. Esta incorporación de la
 Izquierda en la lógica programática era posibilitada por su 
transustanciación en términos operables por esta lógica, lo cual volvía a
 la Izquierda aprehensible y le confería la forma de objeto de la intervención1.
Por otra parte estos programas eran aplicados y 
defendidos por los destacamentos de militantes que debían ponerlos en 
juego en el campo del objeto. Portadores de estos programas, los 
militantes intentaban transformar el objeto con el fin de volverlo apto 
para la realización de su destino: la revolución. De esta manera se 
convertían en los ejecutores de un programa.
Es así como, en la lógica programática, cada término 
ocupa un lugar específico en la disposición del conjunto. En primer 
lugar tenemos el programa como idea y como memoria, los puntos de 
partida y de llegada, los cuales deben ser pensados como los extremos de
 un proceso del sujeto. El sujeto aquí es el programa, y los distintos 
momentos en que se inviste no son otra cosa que los términos medios de 
diversas dialécticas por medio de las cuales él se encuentra consigo 
mismo, en tanto más desarrollado, completo y verídico. En segundo lugar 
el programa como herramienta es el momento de la praxis; por medio de 
ella y en ella el programa puede cerrar su círculo de realización. Para 
que ello sea posible éste debe encontrarse con su objeto y al mismo 
tiempo ser portado por los ejecutores. Es la dialéctica intermedia entre
 los militantes, la herramienta y las masas, la que posibilita la 
superación del programa.
En cuanto a la herramienta, ésta no es otra cosa que 
el Partido, esto es, el programa en acción. Así adquiere sentido el que 
se piense, al interior de esta lógica programática, que la organización 
es una herramienta para que las fuerzas militantes puedan llevar 
el programa a las masas, es decir, que puedan dirigir una revolución. 
Dicho en otras palabras: el partido es una táctica. No obstante no hay 
que perder de vista que si el partido es esta táctica, no lo es respecto
 a los militantes sino con relación al programa como idea y como 
memoria. Si el partido es el término medio de la dialéctica secundaria 
es sólo porque vuelve a aparecer como mediación de la dialéctica 
principal, allí donde ya no hay ni militantes ni masas, tan sólo el 
programa en su relación consigo mismo.
Y esto es así porque el partido es el programa. Esto significa que adopta una figura dual. El partido es una herramienta pero es esa herramienta, no pudiendo ser otra. Si el partido es una táctica es esa
 táctica, y no otra. No hay que confundir mediación con una posición 
menos importante. En la dialéctica secundaria todo lo que importa es la 
realización del partido, su capacidad para dirigir a las masas, su 
efectividad en cuanto herramienta. Es así como surge una figura 
paradojal: el partido, que estaba llamado a ser el término medio de la 
dialéctica secundaria, se vuelve lo verdaderamente importante. Y esto 
sucede por dos forzamientos que fueron hechos en el transcurso de la 
lógica programática. Por una parte el militante es reducido a la 
condición de agente, de portador de un programa; por la otra la 
Izquierda ha sido convertida en aquellas masas por las cuales el 
programa debe hacerse seguir. El movimiento por el cual el programa es 
puesto como comienzo y fin no puede resultar en otra cosa que en la 
reducción del militante a ejecutante y de la Izquierda a una 
masa-objeto. Esta reducción no puede operar otro resultado, por tanto, 
que el de su mutua subordinación al Partido.
Existe, sin embargo, una 
tensión entre partido y programa. Siendo, por su parte, diferentes 
momentos de un mismo proceso, las fuerzas respectivas de las dimensiones
 ideal e institucional pueden dar lugar a diversas clases 
de equilibrio. Las dos clases más extremas son las posiciones reformista
 y revolucionaria, donde la primera se sostiene sobre la primacía de lo 
institucional y la segunda sobre la dimensión ideal. No obstante, como 
posiciones puras son imposibles. El reformismo sin una mínima referencia
 a lo ideal deja de ser reformismo (la socialdemocracia en la 
actualidad); del mismo modo, el revolucionarismo sin un apoyo sobre lo 
institucional no puede ser efectivo (efectivo en sus propios términos y 
para sus propios fines). En el primer caso el partido adopta la forma de
 la diversidad atómica bajo la condición de la pérdida casi total
 de una referencia a los fines. En el segundo caso tenemos el 
centralismo democrático, bajo la condición de la dictadura del programa.
 En ambos casos 2
 es preciso mantener la dialéctica principal para que la lógica 
programática tenga un sentido. De todas maneras queda claro que esta 
lógica se manifiesta en todo su rigor en la posición revolucionaria, 
dando una forma más acabada al programa tal y como se deriva de la 
misma. Debido a lo cual es a ésta a la que dedicaremos nuestra atención.
Por lo general los programas políticos de la 
izquierda partidaria revolucionaria -al menos desde la tercera 
internacional a esta parte- han sido inmensos mamotretos que versaban 
tanto sobre lo más general -características de la revolución por hacer, 
del sujeto social que la realizaría y de la organización política que la
 comandaría- hasta lo más nímeo y pormenorizado -las tácticas ha llevar a
 cabo. Estaban incluidos en el programa enormes análisis de la situación
 mundial y nacional y de la etapa y la coyuntura. En síntesis, 
demuestran un enorme esfuerzo en precisar las dimensiones analítica y 
predictiva. En términos de la lógica programática podemos decir que la 
sobreestimación de la dimensión ideal, unida a la necesidad de 
efectividad, conllevan un reforzamiento significativo de la institución partido como materialidad del programa en tanto proceso. 
Para comprender este reforzamiento es preciso avanzar en las características del programa.
a)es definitivo. Determinadas experiencias 
históricas son aprehendidas por un grupo de revolucionarios y elevada a 
la categoría de la esencialidad. Se absolutiza esa experiencia y se 
percibe todo el desarrollo ulterior como una serie de variaciones sobre 
un mismo tema. El programa es la finalización de un proceso y todo lo 
que continúa a su sistematización es modificación o completud progresiva
 de una base que permanece inalterada. De esta manera las nuevas 
experiencias pierden lo propio de su novedad.
b)su objetivo es recubrir toda la realidad con un sentido uniforme...
 Un programa así pensado no admite variantes internas; cada una de sus 
partes es sostenida por, y sostiene a, todas las otras. No admite líneas
 divergentes o conclusiones alternativas bajo un mismo paraguas. 
Entonces cada línea, cada conclusión, constituyen un programa; se
 llega así a situaciones donde pequeñas variaciones que hacen a aspectos
 quizá secundarios, dan lugar a programas diferentes y, por cierto, a 
organizaciones opuestas.
b1)...con un sentido único... La 
única forma de que esto sea así es sometiendo a todo el análisis de 
situación, toda la concepción de la organización, y todas las premisas 
teóricas e ideológicas, a una sola y la misma base conceptual. Esta base
 conceptual es provista por algún teórico-padre-fundador y, usualmente, 
corregida y aumentada bajo la particular visión de algún intérprete.
 Es imposible pensar así un programa donde la base conceptual esté 
constituida por aportes de varios pensadores y/o donde haya más de un 
intérprete válido. Más imposible es aún pensar una base conceptual donde
 todos hagan sus aportes, donde esta base esté permanentemente en 
construcción y donde todos seamos intérpretes.
b2)...y con un sentido sin residuo.
 Todas y cada una de las partes de la realidad analizada deben tener 
sentido. Todo debe ser recubierto sin excepción. Este sentido uniforme y
 único tiene como un corolario obligado el que no haya nada sin 
recubrir. Esto se manifiesta en la actitud: "hay que tener respuesta 
para todo", que es una tradición en la izquierda clásica. Pero hay otra 
cuestión ligada al recubrimiento total de sentido y que es: todo debe 
tener sentido a partir de una y la misma base conceptual; lo que no 
entra en esta base conceptual sencillamente no existe, o se trata de un 
análisis distinto y, por definición, equivocado. Además este sentido 
debe estar dado, actual o potencialmente, desde un mismo comienzo. Todo 
lo que está por venir no puede ser entendido, de esta manera, sino como 
una variación de lo mismo en lo mismo, o como un agregado que confirma y
 desarrolla lo que ya existía. En el fondo esta es la visión de Hegel, 
en la cual todo lo porvenir -incluido el fin de la historia- ya está 
contenido en el comienzo: teleología. De esta manera se cierra el 
círculo, porque todo es circular en la concepción de programa 
tradicional.
c)lleva a la prevalencia del principio negativista en
 la definición de la identidad. Por la misma minuciosidad del programa, 
por el carácter muchas veces insignificante o inimportante de la 
diferencia, se da el caso en que este tipo de programas lleva a insistir
 en la diferencia minúscula como criterio válido y suficiente para la 
separación. Es el caso de teóricos-padres-fundadores iguales e 
intérpretes distintos.
c1)sin embargo otras veces se da el caso 
en que las diferencias son más o menos importantes, como en la 
separación entre corrientes globales que adhieren a bases conceptuales 
alternativas. En este caso las diferencias son grandes, pero entonces 
opera la ley de la oposición absoluta de bases conceptuales diferentes: 
cada corriente desarrolla un camino distinto, prácticamente sin contacto
 con las otras, desarrollando en su soledad y en el encierro de su 
caparazón, una evolución separada que, o bien las lleva a destinos 
inconmensurables, o bien las acerca en algunas de sus conclusiones a 
partir de puntos de partida divergentes. Pero en este último caso se 
desata el instinto de conservación propiamente identitario-negativista y
 se recurre a cualquier minuciosidad para mantener bien separadas las 
cosas y evitar la contaminación.
d)todos los que adhieren a esta concepción del 
programa juran que lo entienden como a una "guía para la acción" y nada 
más. Pero se trata de una guía que nunca cambia nada de lo esencial y 
que no tolera ninguna contaminación. Así, se convierte en la guía
 para la acción, por lo que ya no es ninguna guía sino una dirección 
exclusiva, un camino predeterminado hasta en sus últimas consecuencias.
e)es parte de un continuum de una tradición histórica, en tanto la historia es también un continuum 3 en sí misma, un desarrollo progresivo. Lo que sucede en la historia después es, por definición, superior y mejor de lo que sucedió antes.
 Todas las experiencias son continuación no contradictoria y no 
diferente de las anteriores. Lo que fue determinó lo que es, y lo que es
 determinará lo que será. Y sin residuo. Y como los programas reflejan 
estas experiencias, el programa actual es superior y mejor a los 
anteriores. Pero mejor en la igualdad esencial, porque lo que fue, lo 
que es, lo que será, todos pertenecen a la misma secuencia y son de la 
misma naturaleza. Se parte del presupuesto de que los ensayos y 
experiencias anteriores del movimiento de masas nos deben hacer partir 
de un nivel superior en el marco de lo mismo, pero es impensable la posibilidad de partir de un nivel distinto,
 ensayar otro camino. Es imposible pensar la historia como ruptura, como
 el surgimiento de formas totalmente distintas. Es imposible, por tanto,
 pensar al programa como ruptura, y como ruptura permanente. Es 
impensable que el programa, así como las formas históricas de las 
experiencias populares, fenezcan, o se transformen en aspectos 
verdaderamente significativos.
f)uno de los corolarios de todo lo anterior es que este tipo de programa está solidaria e íntimamente unido a un hambre voraz de identidad.
 El programa es un medio de separación, de distinción, un instrumento 
que permite definir claramente y sin lugar a dudas dónde termina una 
organización y comienzan las otras. Por la misma razón permite definir 
dónde se separa lo verdadero de lo falso, cuál es el punto de partida de
 la línea justa y dónde comienza la contrarrevolución enmascarada. Esta 
hambre voraz de identidad es completamente paranoica, y por su propia 
dinámica interna lleva a un reforzamiento progresivo de esta paranoia, 
pues es preciso, para sobrevivir, estar permanentemente preparados para 
resistir la perfidia del enemigo que se viste como nosotros y parece un 
revolucionario, pero que no lo es. Obviamente no siempre se llega a este
 extremo, pero está implícito siempre como posibilidad en esta 
tendencia. Mientras las tensiones no lleguen a su clímax, mientras la 
revolución no esté a la vuelta de la esquina, todo puede pasar meramente
 por la indiferencia y la negación simplista de los otros. Pero cuando 
"se viene" la revolución es inevitable que se desate el combate entre 
los partidos, habida cuenta que el éxito o el fracaso dependen 
exclusivamente de la victoria del programa del que cada partido es su 
materialización. Ya sabemos que la justificación de tal actitud guerrera
 está presente en todas y cada una de las instituciones partidarias: 
dada la existencia de otros partidos, portadores de diferentes programas
 equivocados, y dada la ferocidad conque cada uno de ellos combate por 
la afirmación exclusiva de su perspectiva, "no nos queda alternativa", 
dicen, que actuar con una ferocidad aún mayor. La lógica programática 
llevada hasta sus últimas consecuencias solo puede terminar con la 
victoria completa de uno de los partidos y el exterminio de los otros 4.
g)el programa "no puede" desaparecer. La muerte de un
 programa está excluida como posibilidad pensable, de la misma manera, y
 por la misma razón, que no puede ni siquiera pensarse en la muerte de 
una organización. La desaparición de un programa es vivida como una 
catástrofe, como la pérdida de todo sentido, en la medida en que ese programa era el sentido.
 La desaparición del programa es el fin de una identidad, de la única 
verdadera identidad. Por tanto, y de acuerdo a lo expresado en el punto 
f, esto es vivido como la pérdida de los parámetros de lo verdadero y lo
 falso, la caída en lo indiferenciado, que es otra de las formas de 
denominar a la muerte.
De todo lo anterior se desprende que no podemos 
pensar la lógica intrínseca de estos tipos clásicos de programa si no lo
 ponemos en íntima conexión con el problema de lo institucional. Un 
programa así entendido es la visión idealizada de una organización. Nos 
es posible aquí, pues, repensar la dialéctica principal de la lógica 
programática a la luz de nuestras investigaciones. Los tres momentos de 
la idea, la herramienta y la memoria no pueden ser pensados ni 
realizados fehacientemente si no es a partir de la materialización del 
conjunto en el segundo momento. Así como el programa ideal no puede 
existir a menos que esté corporeizado en una institución partido, así 
tampoco el programa como memoria puede recobrarse si no adopta la forma 
de un enriquecimiento de la institución. En tanto una organización 
revolucionaria se piensa a sí misma como un germen de la futura 
revolución, y a su pensamiento y acción como los medios de alcanzarla, 
el programa se vuelve, entonces, el sendero por medio del cual se
 unirá la situación presente con la deseada. El programa es otra forma 
de denominar al autodesenvolvimiento del partido, es el partido bajo la 
forma de proceso. Pero como el partido debe ser siempre el mismo a 
través de sus modificaciones y períodos, de ahí que el programa no sea 
más que lo mismo que se modifica sin dejar de ser lo mismo. Es como el 
Espíritu Subjetivo que debe pasar por todo un proceso de alienación en 
lo Objetivo para convertirse en su propio vástago.
Las características formales del programa están, 
pues, inexorablemente ligadas a las características propias de la 
institución política. Por tanto, un cambio en la forma de pensar la 
organización política debe llevar, necesariamente, a una modificación 
radical en el modo de pensar los programas.
 
 
El partido y los militantes
En el 
apartado anterior veíamos que el pasaje del partido a ocupar la posición
 verdaderamente importante en toda la lógica programática era 
posibilitado por dos forzamientos. El primero de ellos es la conversión 
del militante en agente portador del programa. Esta conversión implica 
que el militante no lleva consigo la necesidad de convertirse en tal 
cosa, que ésta es el producto de su involucramiento en la lógica 
programática, de su inclusión en un partido. Sin este forzamiento el 
partido simplemente no podría existir. Es importante aclarar que tal 
forzamiento no es exclusivo de las organizaciones burocráticas o 
totalitarias de la izquierda revolucionaria 5.
 Este carácter burocrático solo da cuenta de que se ha tomado bien en 
serio y sin culpa el asunto de la efectividad, asunto que unido al 
principio ideal nos da como resultado una organización con posibilidades
 de ejercer su dominio real.
Para pensar este forzamiento debemos hacernos dos 
preguntas: ¿cómo se forma un militante? y ¿qué hace la estructura 
partido con él? Cuando pensamos en el surgimiento de un militante, salvo
 cuando lo hace por una moda, tenemos que dar cuenta que el punto de 
partida es un distanciamiento con el orden dado de las cosas, una 
actitud crítica que no encuentra un objetivo que sea exclusivamente 
esencial. El militante surge criticándolo todo y cada una de las partes 
del todo; es más: no puede parar de criticarlo todo, es algo más fuerte 
que su voluntad. Este militante es, justamente, un acontecimiento en sí 
mismo, algo que no estaba previsto en absoluto pues todo lo que había 
entrado en su cabeza tenía por destino el volverlo un número más en este
 mundo alucinado. Pero no lo es, porque es producto de una falla. El 
militante es una verdad producida que conmueve su entorno y genera 
fuertes ondas concéntricas que repercuten en su alrededor. El militante 
no puede estarse quieto y de este modo transforma su entorno más 
inmediato. Pero no lo hace "a propósito", sino que no puede conducirse 
de otra manera. La militancia no es una opción. El militante simplemente
 es un exceso de la situación, y no puede más que serlo.
El militante es un múltiple en 
sí mismo. Todo le molesta, y no hay nada en particular que le moleste 
más que otra cosa. Se revela contra la hipocresía tanto en su familia 
como en su escuela, en su grupo de amigos, en su vecindario, en su 
trabajo, etc. Al mismo tiempo quiere hacerlo todo y de todo: no está 
restringido a la política como actividad profesional exclusiva. Pero 
esto es lo que logra su incorporación a los partidos. Estos lo mutilan 
en su multiplicidad, lo reducen, como reducen a los acontecimientos en 
general, a una sola de sus dimensiones: militante político profesional 6.
 Entonces todo que lo conmovía, que era múltiple, ya no lo conmueve más.
 ¿Cómo se logra esto? Pues convenciéndole de que los problemas de la 
humanidad trabajadora están jerarquizados, que hay que atacar los 
problemas desde su cúspide, socavando al poder burgués, tomando el 
poder, haciendo una revolución (como si fuera un deus ex machina) y que a
 partir de ello se derivarían en cascada las soluciones para todos los 
problemas de la humanidad. El militante se vuelve insensible a todo lo 
que, en un comienzo, lo sensibilizaba. Está como anestesiado para todo 
lo que no sea la toma del poder. Mutilado, con las alas mochas, ya no 
puede ser otra cosa que un despojo conmovedor, una máquina política. Lo 
que ha perdido es su móvil inmanente, supliéndolo por otro trascendente,
 el fin de la revolución.
Esto no significa que deba evitarse una visión de 
conjunto, y concluir que es preciso derribar el sistema por completo 
para avanzar en una vida que merezca ese nombre. Pero esta visión de 
conjunto no debería segar la multiplicidad que el militante es. Todo 
esto nos lleva a una teoría del militante que hay que construir, y que 
es uno de los objetivos de este trabajo.
Que el militante se vuelva un 
número que fabrica números solo se puede lograr mediante su 
subordinación a una lógica que le trasciende y para la cual él no es 
otra cosa que un ladrillo más. El partido se construye reventando 
militantes y reduciendo a los despojos que sobreviven a la condición de 
máquinas 7.
Este forzamiento es, entonces, la recuperación
 del militante como acontecimiento para la lógica del orden. Pero esta 
recuperación es la condición de posibilidad de existencia del partido, 
pues éste es un orden residual. En el doble movimiento de restricción de
 la Política a los fines del programa y los medios de realizarlo, y de 
conversión del militante en agente y soporte de lo que queda de aquella,
 vemos como todo se dispone para habilitar una lógica programática y de 
partido que comienza a girar alocadamente sobre sí misma. El militante 
es extraído de sus entornos naturales o creados por él y reimplantado en
 una institución que no puede ser más que paranoica, pues se funda sobre
 el olvido, y más aún en el olvido del olvido, de aquello que diera 
origen al militante en tanto tal y que permanecerá como reprimido. La 
institución partido es un organismo cuyo fin es evitar el retorno de lo 
reprimido bajo su forma original, no pudiendo evitar que lo haga de 
muchas otras maneras, siendo la más difundida la de la pérdida de todo 
interés y la militancia a desgano.
La otra consecuencia importante derivada de la 
extracción del militante de su medio, y de la reducción de su 
multiplicidad, es el empobrecimiento de la Izquierda en tanto tal, esto 
es, el aumento en las posibilidades del cierre de la crisis, respecto a 
la cual el militante era su producto más genuino. Esto cumple un papel 
para nada despreciable en el segundo forzamiento al que hacíamos 
referencia: la conversión de la Izquierda en objeto. 
Repensar la izquierda, reescribir su historia
Es preciso reescribir la historia 
de la izquierda. La corriente dominante -absolutamente dominante- quiere
 que esta historia sea una genealogía. Así, cada corriente o partido o 
tendencia política de izquierda debe ser inscrita en una larga 
genealogía donde sea posible definir con precisión quien ha sido el 
padre y quien el hijo. Esto es lo mismo que decir que la historia de la 
izquierda es la historia de sus partidos. O, de otra manera, esta 
historia es vista como la de lo escrito, más que la de aquellos que la 
escribieron, el modo y los objetivos por lo que lo hicieron, y las 
corrientes subterráneas que constituyeron el referente límite sobre el 
cual se escribió. Reescribir la historia de la izquierda es prestar 
atención a lo que cada vez constituyó un emergente social histórico que 
fuera sobrescrito por organizaciones (partidos) en su propio lenguaje y 
de acuerdo al imaginario que cada una de ellas tenía por identidad y 
programa.
Por dar el ejemplo más común, piénsese en la 
identificación que existe entre la historia de la revolución rusa y la 
historia del partido bolchevique (comunista). Ya sea que uno lea a 
Trotsky o a la versión "oficial" del PCUS se encontrará con que todo 
pareciera llevar, desde un comienzo, hacia el desenlace de octubre. No 
es que las polémicas internas a ese partido (como a todos los otros que 
existían en Rusia) no tuvieran su efectividad particular, sino que 
pareciera que ellas ocuparan todo el universo político; como que éste 
carecería de significación si no fuera por la acción de los partidos. 
Pero por debajo y por detrás existió una historia que fue la de las 
inmensas masas que la hicieron, ese colectivo anónimo que excedió con 
mucho a lo que pudiéramos pensar como partidos. Es una historia 
plurilingüe que habla de rupturas profundísimas con todos los niveles de
 lo instituido. En los setenta años previos a Octubre las masas rusas 
experimentaron transformaciones inconmensurables en los modos de 
percepción y significación de una realidad que, por ello mismo, era 
reconstruida a la luz de estas modificaciones radicales. Esta es la 
historia del hijo de campesino que va a Moscú o Petrogrado y que en ese 
viaje siente explotar el mundo tal y como lo habían vivido por 
generaciones sus antecesores, incorporándose al torbellino de la vida 
ciudadana y experimentando una revolución en su vida y en sus ideas que 
lo llevará a incorporarse a la lucha política (en un principio 
terrorista) contra las instituciones zaristas. Es la historia del obrero
 que ve levantarse a su alrededor ciclópeas fábricas donde encuentra a 
miles y miles como él, lo que le permite hacer una experiencia social 
inédita de colectivización. Es, también, la historia de los soviets de 
1905, la de unos obreros que de la nada crean una organización autónoma 
que por primera vez en la historia de Rusia inaugura la existencia del 
obrero como fuerza política separada, con métodos, organización y 
proyectos propios. Por último, es la historia de 1917, la de una 
experiencia múltiple y colectiva de 12 años que da a luz a los consejos 
de fábrica, otra creación original que redefine al obrero como capaz de 
tomar en sus manos su propio destino y de fundar una nueva sociedad que 
signifique el fin de toda opresión y explotación. Pero toda esta 
riquísima historia, que fue lo que fue haciéndose, fue posteriormente 
sobrescrita por el partido triunfante que tomó las riendas de la gestión
 social.
En fin, reescribir la historia de la izquierda es 
desatarla de esa junción privilegiada, incluso única, con la cuestión 
del partido. Sólo esta actitud permite entender acontecimientos como 
Kronstadt, o las guerrillas maknovistas que recorrieron al campo 
ucraniano. Incluso este último acontecimiento resquebraja sin remedio la
 sobrescritura bolchevique. Desde antes de Octubre miles de campesinos y
 artesanos de Ucrania construyeron una organización y establecieron una 
política que era impensable según los parámetros del Partido y, por 
supuesto, según la historia escrita por él. Se trata de un movimiento 
originalísimo de organización campesina con objetivos revolucionarios, 
construida con una amplia independencia (lo que no podía ser de otra 
manera dada la separación que existía entre la ciudad y el campo) 
respecto a lo que sucedía en las ciudades. El destino tanto de Kronstadt
 como de la guerrilla maknovista fue exactamente el mismo: testimonio de
 una historia que se escurría por todos los costados respecto al molde 
impreso por la lógica de partido, fueron literalmente exterminados. Así 
la historia volvió a "su" cauce. De más está decir que poco fue lo que 
escribieron los soldados, marineros, obreros y campesinos que 
participaron en estos acontecimientos. Ellos escribían la historia a su 
modo, haciéndola. El hacer en la historia no se puede identificar, por 
tanto, con la cuestión del partido.
Sin embargo esto es lo que ha sucedido. A pesar que 
la izquierda, y su historia, no pueden reducirse a la dimensión de 
partido, que en ocasiones la exceden tanto que terminan siendo otra 
cosa, incluso la contraria; no obstante, de acuerdo a las 
características del programa y del partido enumeradas al comienzo, se 
opera un recubrimiento total y uniforme del único y mismo sentido, que 
progresa como en un continuum haciendo que la historia se convierta 
también en un continuum, culminando en la definición de una 
guía-dirección única que no admite que nada se le escape. Este es el 
sentido de lo que llamamos segundo forzamiento, o conversión de la 
Izquierda en objeto.
Debido a ello es inevitable que, periódicamente, la 
Izquierda y su historia entren en conflicto con el sistema-partido y su 
modo de concebir la historia. Pero, entonces, ¿qué es esta Izquierda que
 puede, y en el límite debe, entrar en conflicto con la lógica de partido?
Izquierda es el nombre de un movimiento mutante que 
atravesó y sigue atravesando a inmensas masas de seres humanos (en 
lapsos prolongados o por momentos minúsculos; penetrando toda su 
existencia o apenas arañando su epidermis) y que se refiere al momento 
de ruptura con el orden instituido, a su puesta en cuestión como orden 
natural de las cosas, y a las acciones y formas organizativas a las que 
da vida, y en las cuales se manifiesta, en todos y en cualquier orden de
 la existencia. Es el costado de crisis y falta de cierre de un 
orden construido en una etapa histórica muy prolongada en la cual se ha 
vuelto lícito preguntarse sobre la legitimidad del orden mismo, el 
cambio y la transformación individual y sociales son pensados como 
posibles y surge la noción de proyecto y prefiguración de futuro (las 
utopías son el primer emergente). Un costado que implica la investidura de deseo de los campos colectivos de organización, de pensamiento, de decisión y de acción.
Este movimiento, o dimensión siempre presente a 
partir de la apertura de esta época (llamémosla, por comodidad, 
moderna), se manifiesta ya, en la emergencia histórica del individuo, 
como un distanciamiento respecto al orden de la repetición (en el nivel 
individual) y la tradición (en lo social). Esto puede parecer una base 
miserable para cualquier militante de partido pero este parecer se 
derrumba apenas nos preguntamos sobre las condiciones sociales que han 
hecho posible la existencia efectiva y las nociones mismas de militante y
 partido; pero también las de la Política, como actividad, más o menos 
consciente, dirigida a un objetivo de transformación social, pero sobre 
todo como esta misma transformación social en acto. Pues si la Izquierda
 es el momento de ruptura del orden, la Política es la serie de sus 
consecuencias, el conjunto de pensamientos y haceres que escapan a la 
reducción de sentido que el orden busca imponerles. La Política es lo 
que se abre toda vez que la Izquierda sucede. Son por ello la base que 
permite que surjan a la vida creaciones tales como el partido, pero que 
no se reduce a él, ni a su lógica. No obstante la lógica de partido 
pretende apropiarse de esta base como un nuevo orden, como una especie 
de orden residual que funcionaría intentando recubrir ahí donde el orden
 principal fracasaría. 
Esto puede sorprender a primera vista, pero si se 
mira bien de cerca se podrá notar que el orden y su crisis no pertenecen
 a dos mundos separados, sino que son parte de la misma realidad y se 
manifiestan en todas sus dimensiones y momentos. En verdad se trata de 
un movimiento ilimitado e indefinible que se abre con el desmoronamiento
 del mundo tradicional y que implica, entre otras cosas, el estallido 
del sentido y la precarización de la representación. No solo ahora es 
posible una multiplicidad de sentidos sino incluso que estos sentidos 
sean puestos por nosotros mismos para nosotros y para lo que pensamos y 
hacemos. La diferencia con la situación previa es que la construcción de
 un sentido uniforme y sin residuo, que hasta entonces podía recubrir 
por completo la vida social e individual, se encuentra con una base que 
ha mutado y que le resulta esquiva a sus propósitos. Surge entonces un 
nuevo tipo de orden, más flexible, más apegado a lo que pretende 
uniformizar, incluso materialista, pero que de todas maneras no puede 
funcionar más que fallando aquí y allá, hasta llegar a periódicas 
catástrofes. Este orden es la lógica programática y su vástago, el 
partido.
La izquierda es lo que no se deja uniformizar, lo que
 escapa a este intento radical del orden instituido por reducirlo todo a
 su propia lógica y lenguaje. Por ello la historia de la izquierda es 
una historia residual, casi no escrita, casi imposible de escribir, pero
 que se hace. Es lo que es en el modo de lo irrepresentable, en el modo 
de la creación, de lo excedentario o emergencia de lo nuevo no 
determinado y no determinable y que por ello no solo es irreductible al 
pensamiento y la acción tal y como se concebían sino que los transforman
 y permiten concebirlos bajo una nueva luz.
La objetualización de la Izquierda
No obstante no hay que perder de 
vista la tremenda efectividad y realidad que han poseído los partidos en
 su recubrimiento casi sin defecto de la izquierda durante un largo 
período. Esto nos debe llevar a pensar en que la Izquierda, si bien es 
irreprensentable y múltiple, puede ser forzada a entrar en la lógica 
programática y ser subsumida en el partido; por la misma razón nos 
permitirá ubicar mejor qué es lo que ha cambiado en la naturaleza de su 
ser como para que la situación no pueda seguir siendo la misma.
Explicábamos antes que la Izquierda es el costado de 
crisis y falta de cierre de un orden instituído, y que ello se debía a 
que los intentos por ordenar la realidad en la época "moderna" se 
encontraban con una modificación radical en el referente que lo volvía 
inepto para ser recubierto completamente por un único y mismo sentido 
uniforme y homogeneizador. Pero esto no significa que no pueda ser 
recubierto y homogeneizado parcialmente y en grados variables. La razón 
principal para que esto sea así es que este movimiento mutante de 
crítica y cuestionamiento del orden instituido, que es la Izquierda, 
posee una lógica propia de movimiento que es imposible eludir. Dos son 
las consideraciones que se abren a nuestro pensamiento:
- La historia de la izquierda es una historia en negativo, una historia residual. Va construyendo su propia lógica pero no lo hace por un camino separado al del orden instituido sino como exceso, crisis y apertura de este orden. Esto implica que su ser no es, ni puede ser, el ser determinado tal y como se manifiesta en el orden. Es un ser determinante que abre otros senderos. Pero a cada paso tiene que formalizarse y expresarse y no lo puede hacer de otro modo que tomando los elementos conceptuales y las herramientas teóricas disponibles hasta el momento. El orden, es, cada vez, entre otras cosas, un orden simbólico. En su atadura a lo imaginario este orden es concebido, y adquiere una existencia eficaz, en tanto sistemático, concluso, unívoco y total. En cuanto no puede dejar de penetrar en todo lo que emerge (justamente para normalizarlo) alcanza permanentemente su objetivo. El problema que surge aquí es que la necesidad de formalización -de ser pensada- es recubierta por la demanda de normalización, propuesta por el orden simbólico dominante y por el imaginario instituido.
- Lo que es lo mismo, mirado de otro lado: la izquierda no ha alcanzado a constituir una formalización y una teorización acordes y, sobre todo, fieles, a su propio modo de ser. Los programas y partidos son un episodio de esta incapacidad, pero en general lo han sido todos los modos de pensamiento y acción hasta ahora: el sindicalismo, el basismo, el vanguardismo, etc. Las formalizaciones sovietistas y consejistas han sido las que más han conseguido un valor no normativizador, en cuanto se fundaban en la fidelidad al acontecimiento y a lo propiamente emergente de la izquierda: organización de la clase en cuanto clase en su ser ahí (lo que incluía, por supuesto, su por-ser, su ser en movimiento, su proyectualidad), pero rápidamente fueron recubiertas (no sin cierto esfuerzo) por la lógica de partido y de programa correspondiente.
Retengamos la diferencia entre formalización y 
normalización. Es incorrecto pensar que la Izquierda es informalizable, 
que no puede ser pensada. Ciertamente lo es (lo ha sido). El problema es
 que esta formalización ha sido hecha violentando su naturaleza, 
imponiéndole una representación surgida del riñón mismo del orden 
simbólico que pretende que la Izquierda, como costado de crisis, no 
exista, pensándola en términos sustancialistas, como si tuviera 
un ser de la misma naturaleza que la del orden social dominante. Esta 
representación ha sido tanto reformista como revolucionaria, resultando 
en ambos casos en una imposición de la lógica sistémica propia del 
orden: el partido que representa a la izquierda sustancializada y a los 
intereses históricos de la clase, el partido que pretende superponer una
 lógica a una masa que por sí es considerada como amorfa e incapaz de 
asumir y producir una forma propia; el partido que define un objetivo 
estratégico que la clase debería alcanzar y que, debido a ello, puede 
precisar el momento de desarrollo de la conciencia de clase y de su 
organización como un menos o un más en referencia a este parámetro 
puesto por él; un objetivo estratégico que no surge de una 
interpretación de la realidad de la izquierda tal cual es (su sucedáneo 
es la táctica, como medio de acercamiento a la estrategia predefinida) 
sino que se le impone de acuerdo a una derivación lógica a partir de 
premisas definidas de una vez y para siempre. Esto es lo que llamo 
normalización. Es la idea de que para que la clase obrera, o cualquier 
sector refractario al orden instituido, se constituya en una fuerza 
política es preciso que asuma una forma organizacional y programática en
 el mismo lenguaje que el enemigo que procura enfrentar; también la idea
 de que el terreno en disputa es el mismo, y que las dos fuerzas 
antagónicas combaten entre sí por un objetivo que tienen en común, por 
ejemplo el poder.
Esta normalización ha sido realizada históricamente: 
es lo que llamo objetualización o conversión de la Izquierda en objeto. 
Si lo ha sido fue como resultado de aquellas dos consideraciones. La 
capacidad política proletaria de desencadenar efectos a partir de la 
apertura que es la Izquierda ha tenido que encontrarse con los esfuerzos
 de pensamientos (nobles o innobles, intencionadamente libertarios o 
burocráticos, para el caso es lo mismo) que, al intentar ordenar y dirigir las
 fuerzas desatadas por esta situación, no lograron otra cosa que 
subsumirla bajo una lógica que no le correspondía. El Socialismo 
Científico es, quizá, el episodio más significativo de esta subsunción. 
Esta forma de pensamiento se distanció cada vez más del pensar en y con esta capacidad política hacia una dirección que la ubicaba como pensamiento sobre
 esta. La pretensión del Socialismo Científico de lograr una 
determinación del movimiento de la historia que garantizara el 
derrocamiento del capitalismo puede considerarse ciertamente loable en 
sus intenciones, pero completamente desastrosa en sus resultados. Lo que
 se cuestiona no es el intento por echar alguna luz sobre el movimiento 
global de la sociedad y de la economía, sino la pretensión de fundar 
sobre este conocimiento una Política. La Política deja de pertenecer, 
entonces, al orden de lo instituyente para pasar a ser una consecuencia 
del orden de lo cognoscible: la teoría determina la acción y no hay 
revolución sin teoría revolucionaria previamente elaborada. 
Este encuentro entre la capacidad política proletaria y el Socialismo Científico 8
 tuvo éxito. Un éxito enorme. La razón del mismo yace en la enorme 
confianza que dio a las masas obreras sobre la posibilidad de su 
emancipación social. En el aturdimiento de una vida cotidiana de luchas 
incesantes y sin destino aparente, estas masas se encuentran con que hay
 un sentido para todo lo que hacen. Habría una finalidad en la historia,
 al fin de cuentas, y ese fin sería nuestro. Esta confianza, y la 
tranquilidad que conllevaba, no podían más que provocar un giro brusco 
en los movimientos proletarios, poniéndolos ahora en función no ya de lo
 que creaban por sí mismos, de lo que ponían en y por su pensar y hacer 
inmanentes a sus luchas, sino en dependencia de un programa. El dominio 
del programa, de esta teoría revolucionaria, abrió una nueva época en la
 lucha de clases. Como la teoría era la que iluminaba la acción, y como 
la teoría era científica, no podía suceder otra cosa que el surgimiento 
de los especialistas en política, los políticos profesionales. El marco 
de organización de estos políticos profesionales es el partido y este 
partido es el encargado de llevar la teoría a las masas, para así poder 
dirigir su liberación.
A partir de esta nueva situación se abre todo un 
proceso de debate al interior de los partidos. A la tranquila ilusión de
 la socialdemocracia en el devenir progresivo del socialismo le siguió, a
 partir del trauma que para esta ilusión resultó ser la primera guerra 
mundial, una vacilación inquietante que conmovió a lo más progresivo de 
la militancia partidaria. La mirada se vuelve entonces a la Izquierda y a
 la Política que ella abre. Si las predicciones científicas ya no son 
tan infalibles, entonces ¿dónde buscar la capacidad política proletaria,
 dónde encontrar la ruptura con un orden burgués cada vez más eficaz? 
Esta pregunta atraviesa todo el trayecto del cual surgiera la tercera 
internacional y sus partidos comunistas. El desmoronamiento de la 
confianza y la ruptura de la tranquilidad que habían fundado la adhesión
 de las masas obreras al Socialismo Científico estaban ahí. ¿Cómo 
restaurar esta confianza sin demoler el conjunto de la lógica 
programática que había dado a luz y sin poner en cuestión a los partidos
 que eran sus portadores?
La respuesta a estas preguntas atormentó a los 
partidos de la tercera internacional. De sus respectivas respuestas se 
abrieron líneas opuestas de pensamiento que no tardaron en chocar entre 
sí. En líneas generales se perfilaron dos grandes bloques de 
pensamiento. Por un lado aquel que intentó pensar el quiebre del 
optimismo progresista pero sin salir fuera del marco heredado. Por el 
otro se orientaron aquellos que concluían que la experiencia vivida 
había dado por finalizada una etapa, la correspondiente a la lógica 
programática y de partido.
La primera corriente tuvo, a su vez, dos alas 
importantes: la leninista y la luxemburguista. La conclusión que extrae 
la primera de la experiencia de la guerra es que la solución pasaría por
 la definición de una teoría verdaderamente revolucionaria unida a la 
construcción de un partido de cuadros teóricos bien formados. Para sus 
integrantes el problema no radica en lo absoluto en la concepción 
programática de la política sino en la traición de la socialdemocracia, 
en su burocratización y apego al orden burgués y en su concepción de 
partido excesivamente amplia y poco disciplinada. Como vemos la solución
 propuesta pasa por agudizar la lógica programática por el lado de su 
dimensión ideal (recuperar el verdadero programa contra la traición 
reformista) y de la efectividad práctica (el tipo de partido de 
cuadros). Contra el orden burgués: el orden socialista. En cuanto a los 
luxemburguistas, seguramente influenciados por la erupción de los 
consejos obreros de Baviera y otras regiones de Alemania, éstos 
intentaron dar cuenta de la profunda crisis que la guerra había traído 
sobre toda la concepción programática pero buscaron una solución de 
compromiso. El énfasis estaba dado, en este caso, en el intento de 
conciliación de los partidos y los programas con la autonomía obrera y 
la cuestión de los consejos. Para los integrantes de esta ala los 
partidos comunistas deberían subordinar su lógica a los consejos 
obreros, pero sin perder su integridad en tanto partidos, principalmente
 debido al combate que habría que librar contra los reformistas que 
habían copado la dirección de los consejos. Contra el reformismo en la 
dirección de los consejos: una dirección comunista oculta, igualmente disciplinada y centralizada, que garantizara y cuidara una orientación revolucionaria.
La segunda gran corriente, la ligada a Pannekoek y 
otros comunistas de Holanda, comenzó a realizar una crítica vigorosa de 
la concepción programática que, siendo similar a la luxemburguista en 
cuanto al reconocimiento de los consejos obreros como el organismo 
global de organización y acción de la clase, se distanciaba de ella al 
reconocer que esta opción implicaba el abandono de la lógica 
programática y la crítica terminante a la noción de partido. Esta 
corriente encontrará su continuación en tendencias como Socialismo y 
Barbarie y la Internacional Situacionista, y en militantes como 
Castoriadis, Debord, Negri y otros. Por otra parte fue una fuente de 
inspiración para todo el movimiento consejista europeo que va desde 
fines de los ‘60 hasta mediados de los ‘70. Más allá de los límites de 
esta corriente es preciso reconocer que se constituyó como la 
alternativa al pensamiento programático y partidista que fuera 
hegemónico sobre todo a partir de la toma del poder por los bolcheviques
 en Rusia (incluyendo a leninistas, trotskistas, maoístas, guevaristas, 
etc.).
Así como el Socialismo Científico promovió una 
confianza de las masas obreras en un destino comunista más allá de lo 
que hicieran voluntariamente, del mismo modo el éxito logrado por los 
bolcheviques en Rusia renovó la confianza perdida durante la primera 
guerra, pero esta vez el éxito ya no estaría garantizado por el 
desarrollo histórico sino por el forzamiento a realizar por un partido 
de militantes profesionales dirigiendo a las masas hacia su destino con 
la ayuda de un programa revolucionario. De la confianza en la Historia 
se pasa a la obediencia al Partido; del culto al Progreso al culto al 
Líder. Lo que queda por fuera en ambos casos es la capacidad proletaria 
para fundar una política por sí misma.
Justamente fue la negación de 
esta capacidad proletaria uno de los objetivos de la teoría leninista de
 la organización. Para realizar este objetivo, lo cual era 
imprescindible para fundamentar una fe ciega en el partido, esta 
capacidad proletaria fue recobrada al interior de la teoría, pero 
invirtiendo su posición. De ser fundante pasa a ser una consecuencia de 
la acción sistemática y permanente del partido. Si las masas pueden 
fundar sus organizaciones autónomas de poder, esto solo es posible si 
están dirigidas por el partido. Las masas pueden formar consejos, pero 
su carácter revolucionario solo puede estar garantizado por el partido 
comunista 9.
 Un soviet no tiene valor en sí; este valor es otorgado por el partido, 
en tanto que reconocido como su dirección. Según la teoría programática 
las masas obreras no pueden por sí solas lograr la autonomía. Sin la guía de la teoría caerán en el espontaneísmo no revolucionario 10. Pero según el ejercicio práctico del poder bolchevique las masas no deben
 ser autónomas, sino que lo que más les conviene es someterse a su 
dirección indiscutida, a la dirección de los que saben qué es lo mejor 
para ellas. Si el reformismo es administrativista y burgués, el 
bolchevismo es policíaco y burocrático 11.
Para empezar a terminar con esta normalización es 
preciso abandonar esta lógica superpuesta. Es necesario lograr una 
formalización que no normalice, lo cual implica un enorme esfuerzo 
teórico y práctico que hasta hoy apenas ha sido iniciado. Una 
formalización acorde a la naturaleza y al modo de ser del referente 
Izquierda debe intentar respetar su carácter. Este objetivo lo 
intentaremos alcanzar en la segunda parte del trabajo.
Sin embargo tenemos que responder aún a esta otra 
pregunta: ¿cómo y porqué ha sido posible que pensáramos en la Izquierda 
de esta manera? ¿Se debe, exclusivamente, a un ejercicio de nuestra 
imaginación, a una elaboración diurna de nuestros sueños? ¿O estaríamos 
autorizados a pensar en que algo ha cambiado en la Izquierda y en la 
realidad toda que nos permitiría descubrir este su ser como costado de 
crisis y límite del orden, como un algo más a lo que ha sido 
representado según la lógica de partido?
La izquierda y su referente: la crisis terminal
Toda una tradicional forma de 
pensar la organización política está en crisis terminal. Similar destino
 tiene la forma correspondiente de pensar los programas. Estamos 
presenciando un momento de quiebre trascendental en lo que hace a los 
modos de pensar la organización, la acción y el pensamiento políticos. 
Las organizaciones tradicionales de la izquierda, con sus programas 
monumentales y excluyentes, con su existencia independiente de los 
militantes que las componían, están dejando el paso a una multiplicidad 
de ensayos tendientes a la conformación de pequeños grupos de acción que
 no pretenden, o apenas pueden soportar, una instancia organizativa que 
los trascienda. El partido como institución inmortal construida con 
moléculas mortales está dejando paso a una institución que no puede 
tener más vida que la de sus componentes. El partido como proceso de 
modificación y completud de lo mismo en lo mismo comienza a dar lugar a 
pequeñas organizaciones que enfrentan el cambio sin la presencia de 
parámetros rígidos ni bases conceptuales incuestionables. El cambio de 
intérpretes o hasta de teóricos-padres-fundadores cede su espacio a la 
ausencia de los mismos o a su extrema debilidad. El problema a resolver 
adquiere un estatuto superior a los marcos interpretativos e 
institucionales en los cuales se busca darles una respuesta.
Obviamente todo el proceso se da de un modo muy 
entremezclado, donde las viejas formas de entender lo político se cruzan
 con la situación emergente. Así tenemos una pluralidad de variantes que
 incluyen los intentos de algunas de las organizaciones emergentes por 
pensarse bajo los antiguos parámetros. Sin embargo es notable el fracaso
 de estos intentos. La razón de estos fracasos está dada por la 
incongruencia radical entre lo que emerge y el pensamiento heredado con 
el que todavía se le pretende dar una respuesta y entenderlo. Pero no 
podría ser de otra manera: las grandes transformaciones políticas suelen
 desarrollarse más rápido que las formas conceptuales con que se las 
analizan y comprenden. Nosotros mismos somos un resultado de esta nueva 
situación y tenemos las mismas dificultades para comprender lo que nos 
pasa. En las dificultades que tiene el nuevo movimiento para pensarse 
colabora también la acción de la vieja izquierda, que busca por todos 
los medios fagocitar esta proceso sin transformarse en lo esencial. Un 
ejemplo de esto lo encontramos en el discurso sobre la autoorganización.
Este tema de la autoorganización parece convertirse 
cada vez más en un leitmotiv apto para todo terreno. Lo encontramos 
profusamente propagandizado en organizaciones de viejo cuño, como el 
POR, el MST y el PTS. Pero para ellos la autoorganización es tal en la 
justa medida en que lleve a… los objetivos y métodos que el partido ya 
había definido como los verdaderamente correctos. Ella está prevista
 en los diferentes programas de acción. Para el POR pasa por las 
asambleas y su carácter resolutivo y por la capacidad de las masas en 
abandonar las viejas direcciones, pero a condición de adoptar el 
programa de transición o al menos su hermano menor: el "pliego único de 
reivindicaciones" que aparece una y otra vez en sus periódicos, página 
2, abajo; el PTS lo identifica con los cuerpos de delegados y 
organizaciones del tipo del CGH de México; el MST dice querer la 
autoorganización pero da una importancia fundamental a la participación 
en organismos directivos de sindicatos y centros de estudiantes. Ninguno
 de ellos ve la autoorganización como lo que verdaderamente es: como lo 
que las masas van creando en el transcurso de su lucha y como la 
transformación radical en el modo en que ellas mismas puedan percibirse;
 como el surgimiento de lo nuevo que es producto de una creación social 
muy compleja que en absoluto es enteramente previsible. El mejor ejemplo
 de todo esto sigue siendo los soviets y consejos fabriles europeos. La 
actitud de los partidos comunistas fue fagocitarlos, incorporarlos como 
mediaciones al partido y, donde esto no fuera posible por la resistencia
 obrera, destruirlos. Los partidos de la izquierda tradicional son 
verdaderos enemigos de la autoorganización, en tanto ella les plantea, 
como se los plantea todo producto de la creación social de las masas, 
que su programa no es coextensivo a la realidad, porque la realidad no 
es coextensiva a sí misma. Los confronta con su propia finitud, con su 
muerte en tanto ser así, con la limitación cualitativa, y ya no 
meramente cuantitativa, de sus programas y de sus previsiones. Ellos no 
pueden seguir la pista de lo nuevo que emerge pues tienen que acomodarlo
 todo el tiempo a los fundamentos sobre los cuales se alzan. Funcionan 
así de acuerdo a su programa: reduciéndolo todo sin residuo, 
homogeneizando lo heterogéneo, haciendo único lo que es diverso. No 
podemos decir que carezcan de efectividad. Por su alta organización y 
disciplina y por las carencias de la nueva izquierda, estos partidos 
logran un gran éxito en "normalizar" al movimiento.
No obstante su éxito e influencia, queda un resto que
 se debe a la incapacidad de la nueva izquierda en comprenderse a sí 
misma. En parte esto es consecuencia de que lo que debe explicar, y que 
es la base que le da origen como una nueva izquierda, se desarrolla muy 
lentamente y en un marco muy adverso. En parte, también, a que no posee 
un marco conceptual apropiado y desarrollado que le permita entenderse a
 sí misma y a lo que la rodea. En parte, por último, a que carece de una
 concepción apta, en su contenido y en su forma, que le permita 
desarrollar lo que existe a la vez que a sí misma. La tarea que se abre 
es, entonces, la de pulir y volver consciente:
- Lo que la hace emerger, la comprensión de su propia naturaleza y lo que la hace tan disímil a la izquierda tradicional; en relación con esto va la elaboración de una teoría no programática del militante y de la izquierda;
- El tipo organizativo que corresponde a la nueva situación abierta; esto implica, entre otras cosas, repensar todo lo atinente a las relaciones políticas entre los diversos grupos pero, por sobre todo, las características mismas de una organización posible de la militancia que corresponda a lo que la izquierda es;
Queda, entonces, por estudiar estos dos elementos. De
 ello dependerá la confirmación o no de la hipótesis que subyace a todo 
este trabajo y que plantea una modificación de alcances históricos en el
 tipo de activista de izquierda; el surgimiento, como parte de lo 
anterior, de un nuevo tipo de organización de izquierda; y una nueva 
manera de pensar el plan de acción, tanto en sus contenidos como en su 
forma.
Segunda parte 
Relocalización del militante y disgregación
La concepción programática de la 
política se ha sostenido sobre una alienación del militante. El 
significado más íntimo y preciso de esta alienación se juega en la 
sustitución del carácter inmanente del proceso que hacía que un 
militante fuera lo que es, por su subordinación a un fin trascendente 
localizado en la dimensión ideal del programa y encarnado en su aspecto 
institucional. Por esta localización el militante se niega a sí mismo, 
convirtiéndose en un ejecutante de determinados medios comprobados al 
servicio de unos fines objetualizados. El trazado de un sendero deja 
espacio a la dependencia del objeto. Es preciso insistir en este punto 
pues corresponde a uno de los nudos principales donde se juega la 
supervivencia del militante y, con él, de la Izquierda y la Política. 
Para ello deberemos seguir el camino de este militante y encontrar el 
punto donde se decide entre la fidelidad a lo que él es y su conversión 
en un término de la lógica programática.
Lo primero que cabe decir es que el militante surge 
en el modo de una ruptura. Todo ha sido organizado para que él no fuera 
lo que es, y nada puede hacerse ex profeso para convertir un humano 
común en un militante. Nada, al menos, en lo que se refiere a una acción
 racional dirigida a un fin predeterminado. En un nivel superficial, 
meramente descriptivo, podemos observar que un militante demuestra un 
grado inaudito de intolerancia respecto al orden que le circunda. Sin 
embargo no se trata de "ese" orden, sino del orden sin más. Si la 
intolerancia manifiesta se refiriera simplemente al orden en cuanto a su
 contenido particular nos encontraríamos no ante a un militante 
sino frente a un simple humano que intenta desplegar su yo en un medio 
hostil o al menos no lo suficientemente apto. El fin de este individuo 
es el de afirmar su individualidad en un medio resistente, el 
"superarse" en su desempeño, el desarrollar o crear un entorno más afín a
 sus intereses personales. En contra del orden efectivamente existente, 
busca modificarlo o abandonarlo en procura de un orden más eficiente. Es
 el caso del joven de origen obrero que se esfuerza por alcanzar un 
status diferente en el marco de una sociedad estructurada sobre bases 
clasistas, sin cuestionarla. Este fenómeno ya ha sido estudiado por los 
sociólogos como la cuestión de la movilidad social y no es lo que nos 
interesa aquí.
Al contrario, lo que sucede con el militante es que 
ve superado su nivel de insoportabilidad respecto al orden en cuanto 
orden. Su movimiento no se dirige, por tanto, en el sentido de una 
afirmación yoica, de su unicidad, sino en contra de la reducción de la 
multiplicidad que él es a esa unicidad, que es un efecto del orden. No 
busca la afirmación de un yo completo y satisfecho en un medio que no es
 fuente de complementación sino el trazado de un recorrido de su ser 
múltiple y escindido en un medio que, por el simple hecho de estar 
ordenado, es fuente de unificación simplificada, de repetición de uno en
 sí mismo y de igualación de uno en cualquiera. El efecto de su 
trayectoria no es la relocalización de su individualidad en un orden 
superior sino la disgregación de todo orden circundante.
No obstante el motivo del surgimiento de tal 
militante permanece aún escondido. Si todos los efectos del orden están 
encaminados a constituir un humano simple, unificado, repetitivo y 
equivalente no se ve de qué manera podría surgir un militante. La única 
manera de explicar esto es recapitulando la historia hasta su punto de 
partida: un humano es una multiplicidad, y su unicidad es un efecto del orden. Luego, el orden falla. ¿Qué es un humano en tanto múltiple? ¿Qué significa que el orden falle?
En cuanto a la primera pregunta
 lamentablemente todavía estamos en un período inicial de nuestras 
investigaciones. No obstante podemos inferir, sobre la base de ciertas 
constataciones empíricas, algunos rasgos que tipifican, con perdón de la
 palabra, la condición múltiple. El primer elemento que se nos presenta a
 consideración es que en un determinado período de la vida de un humano,
 precisamente el momento de su inserción en instituciones globales que 
se relacionan con un destino definido y adoptado por él –un trabajo, la 
universidad, etc.- se asiste a una especie de direccionalidad más o 
menos asumida como tal que se contrapone y diferencia de lo que hasta 
ese momento se mostraba como juego, actividad sin destino y 
proliferación de relaciones y preocupaciones inconmensurables12.
 Podemos llamar a este período previo una multiplicidad no reflexiva, en
 tanto no es contemporánea de una asunción por el humano mismo. Es esta 
asunción la que nos interesa.
Sucede que ocasionalmente un humano es puesto frente a
 frente con esta multiplicidad que él es. Cuando esta ocasión se da 
estamos entonces ante un acontecimiento decisivo en el cual se jugará su
 destino. La variabilidad de este acontecimiento es verdaderamente 
infinita: es imposible reconocer a priori, y muy difícil hacerlo a 
posteriori, la localización y las características de aquel. Al 
contrario, es posible inferirlo a partir de sus efectos y resultados. De
 cualquier manera la forma genérica de este acontecimiento se resuelve 
en la apertura de un campo en el cual esta multiplicidad que el humano 
es se torna reflexiva. ¿Debemos inferir de esto que se trata de una "toma de consciencia"?
 No necesariamente. Más bien deberíamos hablar de una efectividad 
retroalimentativa por medio de la cual la multiplicidad se reafirma ante
 un orden que procura reducirla a una unicidad. Todavía no hay 
percepción de este orden, por tanto no es posible hablar aún de una toma
 de consciencia. Lo que hay es una experiencia del orden y del 
acontecimiento, una vivencia. En el ámbito de la experiencia esto es 
vivido como una revelación sin objeto revelado, como una sorpresa sin 
motivo.
Puesto ante esta situación, la deriva del humano se 
convierte en un trazado de un sujeto, ciertamente original. La 
multiplicidad-que-se-sostiene desplaza al orden a una lateralidad, 
permitiéndose desarrollar, así, un trayecto que es una singularidad. Es 
importante retener este concepto de trazado como singularidad en proceso
 pues es lógica e históricamente anterior al enfrentamiento de un orden 
en tanto obstáculo hostil, cuando abandona la lateralidad para ubicarse 
en la misma línea del trazado. La confusión de estos dos momentos ha 
sido muy común y ha tenido por resultado una fenomenología del sujeto 
fundada en la contradicción. Un acontecimiento sería, según esta 
fenomenología, una experiencia de la contradicción con un mundo opresivo
 para el desarrollo del individuo, de lo cual resultaría, en el mejor de
 los casos, una toma de consciencia rebelde o revolucionaria. Sin 
desmerecer este tipo de acontecimientos no es de ellos de lo que se 
trata aquí. Éstos pueden tener un rol vital en la historia posterior del
 sujeto, pero no permiten explicar satisfactoriamente la emergencia de 
éste. A una tal fenomenología del sujeto le queda aún por explicar qué 
es lo que hace que una experiencia con un objeto tan universalmente 
presente, como es la explotación, por ejemplo, sea contemporánea, 
durante determinadas secuencias históricas, de un estado de rebelión 
general, mientras que en otras secuencias no encuentre otra cosa que una
 paz de los cementerios. La única forma de explicar satisfactoriamente 
esta ambigüedad de la contradicción en sus efectos es afirmando una 
multiplicidad de carácter original cuya experiencia con el orden es 
anterior a los momentos de la contradicción. Esto es lo mismo que decir 
que el humano, en tanto multiplicidad, no es coextensivo al orden, como 
fuente de unicidad. 
Pero, ¿es esta experiencia con el orden siempre 
igual? ¿Es el orden igual a sí mismo en todas las ocasiones? De ningún 
modo. La experiencia del humano con el orden en cuanto orden es una 
fuente inagotable de cambios en esta relación. De hecho podemos 
atestiguar diferentes intensidades de orden, esto es, una mayor o menos 
eficacia en su capacidad de lograr resultados de unicidad en detrimento 
de lo múltiple. La razón más relevante para la explicación de esta 
variabilidad debemos buscarla en la existencia o no, y su grado de 
importancia, de espacios ajenos al orden mismo, creados a partir de 
fuertes sacudidas en las pretensiones de unidad y homogeneidad de lo 
real sobre las cuales el orden se apoya para efectuar los procesos de 
unicidación. En otras palabras, cuando el orden ha sido contestado por 
experiencias colectivas de emancipación, que son efectuación de las 
multiplicidades en tanto tales, entonces ve acotado su espacio de 
ejercicio. Este acotamiento es mortal para el orden, en la medida en que
 su pretensión de unidad necesita recubrir todo el espacio pensable para
 poder desatar con facilidad los procesos de unicidación. El resultado 
es que el orden encuentra mayores posibilidades de fallar en la medida 
en que tales sacudidas hayan tenido lugar. Y viceversa.
Pero la capacidad de fallar es congénita. Aún si no 
existiera memoria alguna de sacudidas anteriores, aún si las 
contradicciones estuvieran tan recubiertas de justificación y 
naturalización como para que no pudieran ser siquiera percibidas, de 
todas maneras el orden seguiría siendo reactivo. Debe siempre, en 
mejores o peores condiciones, tenérselas que ver con multiplicidades de 
base, las cuales no tienen en el orden su elemento natural. En cuanto a 
la segunda pregunta, entonces, que el orden falle significa una 
posibilidad siempre abierta en la medida en que éste no es 
consubstancial a lo múltiple, en que sus efectos de unicidad son 
reactivos, en que existe un costado de crisis localizado en la falta de 
cierre de algo que no puede cerrar. Y no puede cerrar porque para 
hacerlo debería ser consubstancial a lo múltiple, lo cual no es. Porque 
si lo fuera nunca hubieran existido sacudidas y situaciones 
comprometedoras para el orden, y nunca nadie se hubiera preguntado 
porqué sucedieron.
Lo cual nos lleva a una explicación circular. En 
efecto, si partimos de la aseveración de la existencia del humano como 
múltiple, y del orden como reactivo, acabaremos llegando a la conclusión
 de que el orden falla. Y, retrospectivamente, si el orden falla, existe
 la posibilidad de que las multiplicidades que los humanos son puedan 
afirmarse por fuera de él. Pero una tal explicación circular es 
inevitable: la posibilidad contraria, que el orden sea coextensivo y 
consubstancial a lo humano en tanto múltiple, no puede explicar lo que 
sucede. Y si algo nos mueve a pensar es que algo sucede.
Tenemos entonces un punto en donde apoyarnos: el 
orden falla. Sobre esta falla puede afirmarse el humano como 
multiplicidad: desplaza al orden a una lateralidad y se dispone a 
desarrollarse en tanto multiplicidad. Se abre aquí un proceso por el que
 surge una multiplicidad-que-se-sostiene, una singularidad en trazado. 
Esto significa que estamos ante la presencia de un sujeto. Una de las 
consecuencias de la emergencia de este sujeto es que distribuye efectos 
disgregadores sobre el orden circundante. Lo cual es evidente por sí 
mismo. Es imposible una posición neutra frente a un sujeto: o se le ama o
 se le odia; se acepta su contagio o se reacciona contra él en formas 
policíacas. Esto es así pues un sujeto puede hacer cualquier cosa menos 
permanecer en su lugar; y no puede hacerlo porque no existe tal cosa 
como su lugar. Ha abandonado, mejor, nunca ha ocupado el lugar al
 cual estaba predestinado por el orden, y se ha entregado a trazar un 
campo indiscernible. Este trazado se inmiscuye en los lugares ocupados 
por los humanos que le circundan, desestabilizándolos. El orden ha 
encontrado a su enemigo.
Sin embargo estamos aún en una posición de sujeto, lo
 cual nada nos dice de la asunción de la misma por él. El sujeto está, 
en este estadio, en una posición salvaje. Un militante es apenas 
algo más que esto. Un militante es uno de los efectos posibles de su 
desarrollo como singularidad: la capacidad de anticipación. Una tal 
capacidad se forma no bien el sujeto se asume como tal. Para que esta 
asunción tenga lugar debemos seguir al sujeto en la trayectoria que 
describe, y ver con qué se encuentra. Se encuentra con un orden que le 
es profundamente hostil. Porque ha encontrado en él a su enemigo. La 
reactividad del orden se vuelve más fuerte, buscando recuperarlo en la 
perspectiva de su propia estabilización, desatando para ello recursos 
extraordinarios.
La anticipación, entonces, es la capacidad de 
disgregación organizada. Es la singularidad autoasumida que responde al 
orden que busca siempre recuperarla, con la creación de formas 
radicalmente nuevas de disgregación. Un militante frente al orden solo 
puede sostenerse si no se deja atrapar, si su invención es más rápida 
que la relocalización. Pero para evitar esta relocalización deberá 
pensarse no solo en lo que hace el orden social dominante sino también 
los peligros con que se enfrentará ante la reaparición permanente del 
orden residual que se constituye a partir de la lógica programática de 
la política.
La nueva izquierda puede definirse, entonces, con muy
 pocas palabras. Es aquella que a partir de una experiencia 
histórico-social de lo que el orden residual ha sido, y suspendida a la 
apertura que la crisis de este orden ha producido, se abre a sí misma 
para buscar en ella su propio fundamento. Es aquella que concibe que su 
necesidad militante no es oposición ni superación de su posición salvaje
 sino la profundización interminable de su fidelidad a ésta, por medio 
del desarrollo de su capacidad de anticipación y del pensamiento y la 
efectuación de un campo de espacios de autonomía que soporten esta 
fidelidad.
 
 
Pensamientos sobre la organización a partir del abandono de la concepción programática de la política
Indudablemente, un cambio radical 
en lo que hace a la concepción de la política, y que parte del abandono 
de su forma específica programática, tiene por fuerza que manifestarse 
también en todos los aspectos relativos a la organización, en principio 
respecto a sus fines y objetivos, pero incluso en los aspectos formales 
mismos de la organización. Por otra parte el carácter de ruptura que se 
manifiesta a nivel del pensamiento de la política debe asimismo 
presentarse como ruptura también en lo organizativo. Ruptura no 
significa aquí superación dialéctica que conserva lo esencial en su 
movimiento progresivo de adquisición de formas nuevas, ni retorno a una 
situación original pretendidamente inmaculada, ni mucho menos un aumento
 en la racionalidad cuyo objetivo sería el de acercarnos a una mayor 
efectividad práctica. Ruptura es abandono, liso y llano. Supone que lo 
que no hay que conservar es precisamente lo esencial; que el mayor 
perfeccionamiento de la lógica programática solo significa el mayor 
perfeccionamiento de una vía equivocada; que no hay nada reformable, que
 todo debe ir directamente al tacho de la basura. En términos de una 
metáfora usada hace un tiempo (que quizá ya se nos antoja lejano), esta 
ruptura se manifiesta como un arrojar bien lejos al niño junto con el 
agua sucia. Quien quiera ingresar aquí que abandone todo compromiso con 
la lógica programática de la política.
Esta ruptura en lo organizativo se presenta 
inmediatamente como una aporía del pensamiento. Este es el primer efecto
 de continuar enredados en las telarañas de lo programático. Según su 
lógica todo lo que no es el partido es pura espontaneidad; todo lo que 
no se ajusta a una identidad plenamente delimitada es la caída en lo 
indiferenciado; todo lo que no es determinación cae en lo indeterminado,
 entendido éste como una especie de tercer mundo más pobre de la 
determinación. Pero estas no son otra cosa que patrañas de un orden ruin
 que captura como una red de último recurso todo lo que se derrama, 
incontenible, del orden social dominante. No hay más que pensar por 
fuera de esta telaraña para encontrar que todo el asunto no reviste 
mayor complejidad. Todas las nebulosas se desvanecen no bien intentamos 
definir un punto de apoyo a partir del cual desatar la deriva de nuestro
 pensamiento.
El punto de apoyo de la lógica programática de la 
política, la base inconmovible a partir de la cual todos los desarrollos
 pueden ser hechos y todos los hechos y pensamientos pueden recabar
 su significación en el marco de una totalidad, es la existencia triple 
del programa como idea, herramienta y memoria. Este punto de apoyo se 
define por lo que cierra, y por la completud de aquello que queda dentro de este cierre.
 El alcance de una situación de eficacia se define, por su parte, a 
partir del desarrollo monumental de su momento en tanto 
herramienta-partido, a condición de un empobrecimiento y subordinación 
de los elementos de transmisión que son el militante y la izquierda, 
reducidos al cabo a ejecutante y objeto de la intervención, 
respectivamente.
El punto de apoyo que se funda a partir de la crítica
 es exactamente el contrario: son este militante y esta izquierda. A 
partir de ellos se produce significación en la misma medida en 
que se inicia un trazado y que es este trazado mismo. Por lo tanto este 
punto de apoyo se define por lo que abre, y por la infinitud de aquello 
que queda luego de esta apertura. El alcance de una situación de 
eficacia se define, por su parte, a partir del desarrollo ininterrumpido
 e ilimitado del militante y la izquierda en tanto tales, a condición 
del enriquecimiento de un campo de espacios de autonomía que se 
constituya como ejercicio práctico de la prefiguración.
La oposición queda así marcada entre el 
partido-programa y un campo de espacios de autonomía. Y, como queda 
claro a partir de la definición anterior, no es posible pensar a uno a 
partir de la otra ni viceversa. Por lo mismo no es pertinente pensar la 
eficacia de una concepción en términos de la otra.
Para alguien que adscribe a la concepción programática la eficacia se define en términos de una racionalidad técnica13 de medios ajustados a un fin. Como de lo que se trata es de dirigir a las masas informes, tanto conceptual como prácticamente14,
 esta eficacia se sostendrá sobre el desarrollo técnico ininterrumpido 
del programa como herramienta: el partido. Como lo que se disputa con el
 enemigo es un terreno en común –la dirección de las masas- y 
como también hay que competir con los otros partidos –que también 
quieren dirigir a las masas- se vuelve evidente que la efectividad 
depende de lo acertado de las tácticas y de la rapidez de respuesta. Lo 
acertado de las tácticas supone la conversión de la izquierda en objeto 
de intervención, mientras que la rapidez en la respuesta requiere de una
 organización dispuesta a actuar como un solo hombre. Debido a las 
disputas con el enemigo y el resto de los partidos, y a la necesidad de 
vencer en ellas, es preciso mantener el secreto y recurrir a todo tipo 
de argucias que harían sonrojar al mismo Maquiavelo. Todo vale en el 
camino a la victoria final15.
La eficacia en términos de un campo de espacios de 
autonomía funciona de manera completamente diferente. En primer lugar se
 pierde lo común del terreno en disputa. Luego, no hay disputa 
alguna. En un comienzo la oposición se da entre lo que existe todavía y 
lo que aún no es, entre el orden y lo que emerge a pesar de él. Un campo
 de espacios de autonomía no puede ser un terreno en disputa porque en 
tanto existe solo puede ser ajeno al orden. Si el orden tiene algo que 
disputar en semejante campo solo se puede deber a que este campo ya no 
es tal o está en camino de no serlo. Lo que está en entredicho es la 
existencia o no de este campo, y no su dirección por tal o cual clase o 
partido. Un campo de espacios de autonomía solo puede existir como ajeno
 tanto respecto al orden social dominante como al orden residual del 
partido, y es, en sí mismo, esta misma ajenidad. En segundo lugar, por 
tanto, la efectividad de este campo puede pensarse como la capacidad de 
producirse a sí mismo y de resistir y sostenerse a pesar de los intentos
 del orden social dominante por anularlo y del orden residual por 
transmutarlo en un término de la lógica programática.
La pregunta que aparece entonces es, ¿cuáles son las 
condiciones mínimas para la existencia y el sostenimiento de un campo de
 espacios de autonomía? Y, luego, ¿qué es, a fin de cuentas, este campo?
 Vamos entonces a observar algunos de los parámetros clásicos de la 
lógica programática y ver qué pasa con ellos en un funcionamiento de 
campo.
Espacio público de singularidades o imperio de la particularidad
La lógica programática define 
esencialmente el camino a recorrer para que una parte se convierta en 
una parte total. O, en palabras más profanas, todo su andamiaje tiene 
sentido en la medida en que permite alcanzar a un partido la dirección 
del conjunto. Al alcanzar esta situación un partido no deja de ningún 
modo de ser un particular, pero adquiere el estatuto de parte total en 
tanto su programa ha sido internalizado por las amplias masas, sus 
tácticas son aprobadas espontáneamente, sus líderes son seguidos 
voluntariamente y la significación general de la vida social adquiere un
 sentido único, uniforme y sin residuo que es, al mismo tiempo, el 
sentido encerrado en el programa. Lo mismo es decir que el partido ha 
logrado la hegemonía. Estamos entonces ante el imperio de una 
particularidad: la creación de un orden residual coherente que está en 
condiciones de disputar, con posibilidades de éxito, con el orden social
 dominante. En esta situación la izquierda es un perfecto objeto, el 
militante un perfecto ejecutante y la efectividad se encuentra en su 
máximo posible. Este es, a fin de cuentas, el sueño de cualquier partido
 que se precie y, al mismo tiempo, la pesadilla de la revolución. 
Un campo se define, por el contrario, como un espacio
 público de singularidades. Una singularidad es un sujeto en proceso y 
una multiplicidad que define trayectorias. En tanto un sujeto es lo que 
emerge a partir de una falla en el orden social dominante, solo puede 
continuar existiendo en la medida en que contribuya a mantener abierta 
la herida de la cual es un resultado. O, lo que es decir lo mismo, solo 
puede sostenerse a condición de que se retome a sí mismo y se proyecte 
hacia delante como militante de su propia causa. En este proyectarse, 
una singularidad abre la posibilidad de un espacio que puede adquirir 
estatuto de real en tanto encuentre otras singularidades dispuestas a 
sostenerlo, al mismo tiempo que lo conciben como condición de su 
propio sostenimiento en tanto singularidades. Un espacio público es, 
entonces, una creación de singularidades, cuyo motivo primordial es el 
sostenimiento de ellas mismas. Pero como el sostenimiento de una 
singularidad no es el de algo estático sino de algo en proceso, este 
espacio público solo puede existir como multiplicador de este proceso, 
como amplificador y sostenedor de la multiplicidad en tanto tal. Por 
esto la existencia de un espacio público es lo mismo que decir el 
sostenimiento de la ajenidad respecto al orden. Y si una parte definida 
según los cánones de la lógica programática es un orden residual, de 
allí se deriva que un espacio público no puede ser un espacio 
constituido por partes ni un terreno sobre el cual se disputa la 
dirección, sino un estricto espacio de singularidades. 
Una singularidad no es un individuo, aunque podemos 
decir que éste es su soporte. Más precisamente, una singularidad es el 
principio de negación del individuo en tanto tal, pues éste último es ya
 un efecto del orden, un objeto detenido, y la singularidad es 
justamente lo que se abre a partir de las fallas en el orden, incluso en
 el ámbito personal. El cuerpo imaginario del individuo, quieto en su 
plenitud, permanece contenido por la coraza de una piel sin poros que le
 permite retomarse en una posición de mismidad donde hallar la certeza 
de lo que él es. A partir de allí pueden definirse las relaciones 
humanas en tanto interpersonales, esto es, como conexiones establecidas a
 partir de estos cuerpos cerrados. Precisamente es este cuerpo 
imaginario el que se fisura cuando un acontecimiento viene a restituir 
los derechos de la multiplicidad inordenada que es el sujeto. A través 
de sus fisuras el cuerpo imaginario de un individuo deja de ser una 
fuente de identidad cierta y (de)terminada para convertirse en soporte 
mínimo de un sujeto. No es que la identidad ceda en beneficio de un 
indeterminado, sino que lo que era un ente cerrado se manifestará como 
mero soporte mínimo para la producción de un espacio colectivo, y ya no 
interpersonal.
Este espacio colectivo no es 
consecuencia, entonces, de las relaciones interpersonales de individuos 
sino que es un campo posible producido por sujetos a partir del momento 
en que ellos son. Todas las cuestiones relativas a las catexis16
 por identificación, propias de los individuos, deja lugar a lo que 
tiene que ver con –por ponerle un nombre provisorio- una catexis por 
producción. El no haber notado la diferencia sustancial entre individuo y
 sujeto ha estado en la base de la imposibilidad de pensar una catexis 
de un campo colectivo, pues se intentaba pensar a ésta según los cánones
 de lo individual, a partir de los cuales es ciertamente imposible 
derivar lo colectivo, a no ser por medio de banalidades tales como la 
voluntad, la consciencia, etc. El aspecto fundamental que se deriva de 
estas reflexiones es la eliminación de la necesidad de un particular 
como requisito para pensar y hacer un espacio colectivo. Esto es así por
 una sencilla razón. La justificación de un particular descansaba sobre 
la imposibilidad efectiva de pensar un espacio colectivo que no fuera 
artificial, es decir, que debía ser creado ex profeso a través de un 
mecanismo decisional como conclusión de una posición programática: el 
programa requiere de organización. Esta organización particular –el 
partido- terminaba siendo lo esencial y perdurable, mientras que los 
espacios colectivos de autonomía eran pensados como derivados y 
circunstanciales. De allí que solo podrían existir a condición de que el
 partido considerara oportuna y necesaria su existencia. Esta es la base
 del verdadero drama que atraviesa a los partidos y que se traduce como 
el hecho paradojal de que en su búsqueda incesante de una sociedad de 
emancipación –según lo que dice el aspecto ideal de su programa- no 
hacen otra cosa que destruir las bases de ella.
Una 
derivación particularmente significativa de la antinomia anterior la 
constituye la cuestión de las estratificaciones; en particular la que 
hace referencia a los tipos de comunicación entablados según las 
perspectivas de cada lógica. La perspectiva programática diferencia 
primeramente dos grandes estratos: la organización y las masas. Al 
interior de cada uno de ellos vemos también la diferenciación de 
estratos como subclases. En las masas cabe distinguir la masa 
propiamente dicha de la vanguardia; por el lado del partido, la base de 
la dirección. Cada uno de estos estratos posee, por así decirlo, un tipo
 y una intensidad particulares de discurso. En cada uno de ellos el 
mensaje es codificado según una instancia específica, en tanto que los 
contenidos del mensaje son escandidos, hacia abajo según la prioridad 
jerárquica, teniendo en cuenta los criterios de complejidad, diversidad y
 requerimientos de reflexión decrecientes. El resultado es la 
existencia de un código y un mensaje particulares para cada intersticio 
entre estratos. Así tenemos, en los extremos, una dirección partidaria 
que es toda consciencia, decisión y planificación, y una masa 
indiferenciada que es puro objeto de intervención. La reflexión como 
característica primordial de la dirección requiere, para ser inicio de 
un proceso de efectividad17, de una codificación científica que le permita procesar una ingente cantidad de información. Un escalón más abajo encontramos al ejecutante; su codificación pragmática18 debe
 vérselas con un contenido ya procesado en la instancia superior y que 
esencialmente está conformado por definiciones categóricas sobre lo que 
es y lo que debe ser. No obstante el ejecutante requiere de cierta 
capacidad explicativa, y por tanto de reflexión, en tanto debe vérselas 
con la vanguardia, la cual no es fácil de convencer.
La vanguardia constituye un punto de crisis en todo 
el andamiaje programático. En ella encontramos, prescindiendo del ropaje
 metafísico con que han sido revestidos por la concepción programática, 
los sujetos, los cuales, como vimos, poseen una lógica propia que es 
ajena a la de aquel andamiaje. El capítulo más problemático de la 
relación del partido con los sujetos yace en el carácter necesariamente 
violento de su incorporación a un plano estratificado del discurso. Nos 
encontramos ante un discurso doblemente ambiguo: 
En lo que hace a la 
codificación el sujeto es tratado como punto de partida de un discurso 
que es el propio y cuya relación con la existencia múltiple de códigos 
es la de una permanente transcodificación. Esto es así en la medida en 
que la fidelidad del sujeto a lo que él es es resultado de una 
lateralización del orden, lo cual tiene por consecuencia, en este caso, 
la ocupación de una posición transversal a los códigos 
compartimentalizados. Esta transversalidad opera de diferentes maneras, 
siendo las más usuales el transporte de bloques discursivos de un código
 a otro, la resignificación por la relocalización, conjunción o 
estallido de los bloques, sin olvidar la ocasional invención pura de 
significación. Es precisamente esta transversalidad el valor buscado por
 el partido pues le permite proyectar la efectiva dirección de las masas
 (que sin aquella sería simplemente imposible) en lugar de limitarse a 
la acumulación cuantitativa de ejecutantes. En su visión simplificada, 
metafísica e interesada al extremo el partido traduce la transversalidad
 por inserción, estructuración, cantidad de "conexiones" e información 
relevante de primera mano sobre el estado de "las masas". Pero al mismo 
tiempo, y para que esta transversalidad sea capitalizable por el 
programa, el partido busca la incorporación del sujeto a una posición 
particular en relación con los códigos, es decir, busca ponerlo frente a
 una jerarquización. En primer lugar intenta inculcarle el carácter 
esencialmente heterogéneo de las instancias discursivas, principalmente 
la división entre el partido y las masas. En segundo lugar intenta 
ubicarlo frente a las estratificaciones internas al partido mismo, que 
va de la dirección a la base ejecutante (por lo general en esta última).
 Sin esta doble puesta en estratificación todo el proceso abierto por el
 sujeto sería sencillamente inclasificable e improcesable para el 
programa y el partido. A partir de este momento el sujeto comenzará a 
hablar un código privilegiado y una jerga de iniciado. Por otra parte 
como uno de los objetivos del programa es recubrir toda la realidad con 
un sentido uniforme, único y sin residuo, puede verse claramente que la 
transcodificación debe necesariamente resentirse: un bloque discursivo 
perteneciente al programa posee un sentido único que depende 
principalmente de su connotación obligada a partir de la posición que 
ocupa en el corpus programático. En todo caso la transferencia de 
bloques de un código a otro queda reducida a la divulgación de una 
consigna esquemática sobre las masas o a los cursos debidamente 
dosificados y previamente rumiados que las comisiones de propaganda 
preparan para la ejecución más eficiente de las tareas militantes19.
Algo similar ocurre con los contenidos del discurso. 
Para la captura del sujeto el partido requiere de dosis de propaganda 
mayores a las necesarias en su relación con la masa indiferenciada. Lo 
necesario, en este caso, es la dotación de un sentido único, uniforme y 
sin residuo para la experiencia militante, lo cual demanda una 
considerable cantidad de información (historia del partido, herramientas
 conceptuales, algo de doctrina, lectura guiada y comentada de textos de
 los teóricos-padres-fundadores y de su único y verdadero intérprete, 
etc.). Al mismo tiempo se requiere de un sujeto que pueda elaborar una 
interpretación propia de lo que sucede en su entorno, pues sin ella el 
partido está condenado a la perfecta esterilidad. Pero esta 
interpretación propia no es otra cosa que una versión traducida y 
domesticada de las intervenciones discursivas de un sujeto, ahora como separadas
 de lo que es el sujeto, como una acción racional con arreglo a un fin, y
 no como una dimensión constitutiva inseparable de su ser-en-proceso. 
De modo que el tratamiento ambiguo del sujeto se 
sintetiza en que el partido necesita del sujeto para poder ser eficaz, 
pero desde el mismo instante en que logra capturarlo comienza un proceso
 de domesticación que no puede tener otro resultado que su 
desubjetivación.
Esta tragedia del sujeto solo puede ser evitada por 
medio del abandono liso y llano de toda estratificación, de toda 
compartimentalización de los códigos y de cualquier restricción en la 
libre circulación de los contenidos. Esto implica una toma de posición 
clara y decidida por el sujeto, entendido éste como comienzo de la 
política. Pues decir la política es decir la permanencia del sujeto en 
tanto tal. La liberación del sujeto requiere una acción convergente 
dirigida al sabotaje de los códigos, no porque ellos no existan sino 
precisamente por lo contrario, porque no pueden más que existir, porque 
ellos son la representación simbólica del orden. El sabotaje supone esta
 existencia como supone al orden, y así como la existencia del sujeto es
 igual a la lateralización del orden, así el sostenimiento del sujeto 
implica la permanencia en la transversalidad. El sabotaje es el modus 
vivendi del sujeto frente a lo simbólico.
Pensar el sabotaje con relación a la 
compartimentalización de los códigos no niega en absoluto la existencia 
de zonas de condensación donde circulan con exclusividad ciertos 
contenidos bajo la forma de códigos específicos. Al contrario, este es 
su punto de partida. Toda la cuestión reside en qué se hace con ello. La
 lógica programática quiere que estas zonas sean compartimentalizadas, 
separadas, inexpugnables, en fin: especializadas. La existencia de un 
campo de espacios de autonomía requiere su sabotaje. Son dos soluciones 
encontradas, de imposible síntesis. La presencia de una zona de 
condensación de singularidades abre dos posibilidades: se esfuerza por 
definir un programa o adopta algún programa ya existente, constituyendo 
en el camino una organización separada con sus estratificaciones, sus 
distancias, su especialidad: un partido; o se define por el sabotaje, en primer lugar de esa zona que ellas mismas constituyen,
 con el objetivo de definir la apertura de un campo. El sabotaje 
necesita que al comienzo sea un autosabotaje, una puesta en cuestión de 
la zona que un sujeto ocupa, una apertura de aquello que hasta ese 
instante estaba cerrado. Por otra parte, el sabotaje implica un 
cuestionamiento a los principios básicos de la organización 
programática, algunos de los cuales se intenta enumerar aquí:
- Autoridad y capacidad, o primacía de la cualidad. Observamos anteriormente que la justificación del estrato de dirección20 se sostiene ya sobre la autoridad del intérprete (y hacia abajo de sus comentaristas), ya sobre la mayor capacidad para definir un programa, extraer sus consecuencias prácticas o sistematizar una orientación de acuerdo con aquel. Sin negar las desigualdades cuantitativas existentes en cuanto a determinadas capacidades, si lo que se intenta hacer es sostener al sujeto en tanto tal lo que corresponde es afirmar la primacía de la cualidad. La cualidad a la que hacemos referencia es la de ser sujeto y si toda estratificación, en tanto orden, se opone a su libre movilidad transversal, se deriva que debe ser sacrificada. La primacía de la cualidad significa que cada sujeto es en sí mismo una apertura y un trazado singulares y que su mantenimiento supone el sostenimiento del proceso. El objetivo es, entonces, la maximización de este ser-en-proceso, el apuntalamiento de su condición de apertura. Lo importante es afirmar la autoridad implícita de cada sujeto y entender las capacidades no según un parámetro fijado (por lo común por, o siguiendo el ejemplo de, el "más capaz") sino de acuerdo a las posibilidades inmanentes del sujeto mismo.
- Secreto o publicidad. El estrato de dirección posee su secreto, y el partido en su conjunto es un gran secretaire. Este es, quizá, el rasgo más difícil de conmover de toda la estructura partidaria. La vida de los partidos está plagada de pequeños y grandes secretitos, definiciones que solo pueden decirse al interior del estrato; tácticas y consignas que suponen la completa ignorancia de sus implicaciones para sus objetos o destinatarios21; confabulaciones insignificantes cuyo propósito es más insignificante aún; acuerdos de cúpulas que luego son comunicados a la base; contactos ocultos exclusivos para los entendidos; propaganda para la vanguardia y agitación para las masas, etc. Todo el mundo sabe que todo el mundo secretea. En un medio así el sujeto no puede más que asfixiarse o respirar un aire rancio de encierro. Todo lo contrario es lo que necesita. Para poder desarrollarse requiere de una apertura ilimitada, un diálogo abierto con todos y con cualquiera. Piénsese por ejemplo en el caso (para nada extraordinario) de dos militantes de dos partidos interesados en desarrollar una acción en un mismo lugar; lo que supone la estratificación es que primero cada militante deberá exponer su intención al interior de su grupo, explorar si sus ideas son coherentes con el corpus teórico del programa y no le contradicen, realizar una interpretación del objeto de intervención y de las tareas a llevar a cabo, etc. Luego de lo cual lo más probable es que estos dos militantes de diferentes partidos terminen compitiendo por boludeces y arribando a una situación de suma cero, donde la fuerza de uno se cancela con la del otro, dando por resultado la nada. Por el contrario de lo que se trata es de invertir la secuencia. Si dos sujetos están decididos a entablar una acción, y si el interés es compartido, lo obvio es que primero compartan sus pensamientos y opiniones para tratar de arribar a una tarea colectiva. Quizá no se pueda, pero lo importante es concluir que tal tipo de conducta es incompatible con las estratificaciones y solicita la existencia de un campo compartido de singularidades. La solución a la asfixia es la conspiración: respirar juntos.
- Especialización y desespecialización. Una de las consecuencias de la inmersión del sujeto en las estratificaciones programáticas es llegar a pensarse como un especialista en la política (ver más adelante el problema de los haceres). El partido se apoya en el hecho de que un sujeto abre la política, pero inmediatamente organiza su cierre. Este cierre adopta la forma de la especialización por un conocimiento: el militante sabe de política y la política es su tarea singular y específica. Pero una política digna de ese nombre no puede saberse, se hace. Y decir que se hace no es lo mismo que decir que es su tarea exclusiva, ni que todo lo que hace es política, sino que el proceso abierto por la emergencia del sujeto se sostiene. Que sobre esto un saber, o mejor saberes, vengan a depositarse solo plantea el problema: o se subordina el proceso al saber o el saber es permanentemente suspendido y cuestionado por el proceso. Entonces, si la política no es del orden del saber sino del hacer y de la apertura, luego la especialización es un resultado de su imbricación en la lógica programática. Al contrario, de lo que se trata es de desespecializar al sujeto, buscando ligarlo al campo múltiple de los haceres donde la política es imposible, es decir, donde la política no es el resultado de una acción premeditada sino lo que se abre por la permanencia de las singularidades. Desespecializar es poner al sujeto en el corazón de la política y no por sobre ella, como si fuera un objeto racionalmente manipulable.
- Propiedad intelectual o transcodificación generalizada. Una cuestión irrisoria pero no insignificante es la obsesión identitaria propia de los partidos. La estratificación está aquí al servicio de la definición de una identidad incuestionable. Esta identidad se apoya, en lo que hace a los discursos, en la posesión de ideas como si haberlas elaborado supusiera la propiedad intelectual. Tener determinadas ideas, o haberlas expuesto por primera vez, constituye un orgullo difícilmente ocultable. Por otra parte con estas ideas se hace genealogía, ubicándolas en el contexto de la historia del programa y, de acuerdo a la lógica que le es propia, aquellas solo pueden tener su verdadero significado en este contexto particular. La genealogía supone que la idea es un desarrollo a partir de algún teórico-padre-fundador, lo que instituye a su realizador como intérprete, confiriendo así al partido una identidad. Al mismo tiempo estas ideas refuerzan la estratificación interna y externa al partido, por cuanto sostienen las diferenciaciones según autoridad o capacidad. Esta propiedad intelectual, como toda propiedad, va de la mano con el robo. Para aquellos aprendices de intérpretes que siempre les falta cinco para el peso, la alternativa es el plagio: tomamos las ideas de otro para hacerlas pasar por propias. El plagio cumple la función, aquí, de forma de adquisición espúrea de ideas para ponerlas al servicio del escalamiento personal y la adquisición de prestigio. Siempre a favor del mantenimiento de la estratificación. Pero si de lo que se trata es de afirmar la primacía de la cualidad, el valor de una idea solo podría encontrarse en su capacidad de difusión ilimitada y, más aún, por las posibilidades de transcodificación que habilita. El absoluto opuesto de esto se observa en la reticencia de los miembros de un partido a adoptar o defender las ideas de otro que pertenece a otro partido pues esto significaría el entredicho de su propia identidad y, lo que es más peligroso aún, de la supuesta sapiencia de su líder. El perjuicio para un sujeto derivado de esta situación es que, encapsulado en un partido, deberá cuidarse de defender posiciones no oficiales, u oficiales de otro partido, correspondiendo al contrario su ataque sin cuartel aunque no haya leído o entendido absolutamente nada de lo que se ha dicho. Es un deber del militante atacar las posiciones del adversario, solo porque son del adversario. De este modo se obstruye la necesaria difusión para el desarrollo colectivo de una comprensión común y se ponen limitaciones absurdas al crecimiento de los sujetos. La única alternativa es la conformación de un campo sin centro donde el valor de una idea sea medido por lo que abre y no por la firma de quien la ha escrito.
- Indistinción burocrática o proliferación de singularidades. Por último cabe reflexionar sobre el efecto de conjunto de todo lo anteriormente descripto. La estratificación tiene por efecto la igualación de todo lo que encierra. Un militante es igual a otro militante, pero en el sentido de que son indistinguibles: que sea éste o el otro resulta estrictamente lo mismo. El único imprescindible es el aprendiz de brujo que ocupa la posición de vértice de la pirámide. Esta característica es compartida por todas las organizaciones burocráticas, incluso las del estado. Lo importante es la función que se cumple y la supervivencia del conjunto (el partido, el programa). Frente a esto el militante se ubica en una posición de sacrificio y disponibilidad: no es él lo importante sino la Revolución, el Proletariado, el Partido, etc. 22 Al contrario de lo que se trata es de disponer un campo donde las singularidades proliferen, donde puedan existir y conspirar, donde la igualdad resulte un hecho, un punto de partida, una situación, y no un objetivo a realizar. Estar en igualdad, buscando la complejidad que nace de lo múltiple. Abandonar el sacrificio para con el Otro para reivindicarnos a nosotros mismos, los militantes. Condenar la disponibilidad para poder ser fuente y abrir lo que se nos ocurra. Compartir el momento y la aventura, recuperar la inmanencia de la memoria y de los fines y explorar espacios donde el militante se encuentre con el militante en un hacer que busque su satisfacción. Para el partido la singularidad es insignificante. La única respuesta a esto es afirmar que para el militante lo insignificante debe ser lo particular. Lo cual veremos más adelante.
Difusión de la Palabra o realización en el Hacer
Vamos a entrometernos ahora en uno
 de los rasgos menos cuestionados que se derivan de la incorporación de 
un sujeto a la lógica programática de la política. Se trata de la 
metamorfosis del hacer a partir de esta incorporación. La complejidad de
 este asunto deriva del absoluto convencimiento de los militantes 
partidarios de que lo que ellos hacen, en tanto miembros de un partido, 
es política. Si observamos las actividades más comunes que realiza un 
ejecutante salta inmediatamente a la vista que la gran mayoría de ellas,
 por no decir todas, están constituidas por la difusión de la Palabra: 
organización de cursos y seminarios, debates entre diferentes 
organizaciones, agitación de consignas, intervenciones orales o 
escritas, propaganda de los diferentes programas o de análisis de 
situaciones concretas a partir de los mismos, etc. Sin temor a exagerar 
podemos decir que este es el modus vivendi propio de los partidos. La 
crítica que se realiza sobre esta característica requiere previamente la
 elucidación de las razones de su realidad, principalmente por la 
arraigada convicción de que así deben ser las cosas.
La principal razón estriba en la especialización del 
militante como político y en la concepción de la política que subyace a 
esta especialización. La política, entendida programáticamente, es 
concebida como el recorrido de un programa a través de sus diferentes 
momentos. Más específicamente es el recorrido entre el ejercicio de un 
ejecutante y la objetualidad a la que es reducida la izquierda, a través
 de la mediación necesaria que es el programa como herramienta, es 
decir, el partido. El resultado esperado es la difusión del programa 
entre las masas, su aceptación por parte de éstas, la dirección efectiva
 que por ello un partido en particular puede ejercer (convirtiéndose en 
parte-total) y, ya inmersos en el tercer momento del programa, la 
recuperación de toda esta experiencia como memoria trascendental,
 como superación del programa. El supuesto subyacente y no reflexionado 
de todo esto es que la política es algo que se hace, en el sentido 
estricto en que se hace de uno hacia Otro. En este caso del 
partido a las masas. Como la base sobre la que actúa el partido, desde 
su punto de vista, es la misma que la del orden social dominante, las 
masas, de lo que se trata es de disponer la movilización de estas por 
medio de la difusión y la aceptación de un mensaje que no sea el del 
Estado, que alimente la consciencia de lo que este Estado es para que 
aquellas se vuelquen contra él. La política es una acción discursiva del
 partido sobre las masas para que estas se eleven en su consciencia y, a
 partir de allí, desencadenen acciones contra el capitalismo. Este es el
 hacer del ejecutante y el fin primero y último de la concepción 
programática. Este tipo de hacer se vuelve entonces la tarea esencial 
del ejecutante y aquello que lo define como militante partidario; es su 
especialidad.
La fuerza que posee este 
pensamiento heredado es tal que incluso sujetos críticos de los partidos
 no pueden hacer frente a este tipo de situación. De ahí que sea 
perfectamente normal que las críticas entre partidos, e incluso de 
aquellos que son antipartido hacia ellos, se resuelvan siempre dentro de
 un marco de disputa por los contenidos que se difunden, dejando 
totalmente de lado una reflexión sobre la estructura de pensamiento 
subyacente que les da origen. También se encuentra aquí la razón por la 
cual todas las críticas a las formas de hacer política tradicionales en 
la izquierda partidaria no puedan avanzar más allá de una transformación
 en la forma sin hacer mella en el duro corazón de la concepción 
programática. Como resultado tenemos modificaciones formales no 
sustanciales que, tarde o temprano y mediando la necesidad de lograr 
efectividad, serán abandonadas por aquellas formas tradicionales ya 
probadas y que otorgan buenos saldos. Es tal la importancia de esta 
cuestión que la alternativa termina viéndose reducida a "el partido o la
 nada". Esta es la matriz que permite explicar la fuerza importante que 
poseen los partidos para reducirlo todo a su común denominador: "serás 
más o menos un partido, pero siempre un partido serás" 23.
 Esta encerrona imaginaria se vuelve entonces la fuente de un verdadero 
"pensamiento único" común a la militancia. Este escrito es una lucha 
contra este pensamiento único.
Una razón adicional y no menos importante yace en 
algunas de las características del sujeto con que el partido se 
encuentra. En efecto, la existencia de un sujeto no implica 
necesariamente una reflexión sobre lo que el ser sujeto significa. En la
 pobreza de desarrollo que en su origen se establece, en la apertura sin
 trazado aún que allí se encuentra, en el aislamiento y soledad que se 
dan en un comienzo y que se perpetúan más allá de lo tolerable por las 
condiciones sociales adversas en que aquél tiene lugar, el infinito que 
es la apertura se moldea según la forma de una nada que persiste y
 angustia. Puesto que la lateralización del orden, que es consubstancial
 a la emergencia de un sujeto, no es precisamente una opción libremente 
elegida sino una situación constitutiva, se deriva que no es necesario y
 ni siquiera probable que un sujeto en emergencia encuentre comodidad en
 ella. Frente a esta nada se presenta el pensamiento único, que es 
también una realidad única, de la concepción programática y sus 
partidos, que vienen a llenarlo de un contenido tranquilizador. La 
fuerza del partido es, aquí, equivalente a la debilidad del sujeto: 
confiere un orden donde éste ya no estaba, un orden revolucionario, un 
orden en lo que es inordenado. Sobre la debilidad del sujeto el partido 
proyecta un programa que ocasiona dos transformaciones esenciales en lo 
que aquél es. En primer lugar otorga una significación única, uniforme y
 sin residuo de lo que el sujeto es, lo que redunda en la reconstrucción
 de su historia por él mismo. Este efecto de significación retroactiva 
generado por el programa viene a darle al sujeto un lugar en el mundo, 
un sitio con sentido perteneciente a un orden extraño pero orden al fin.
 El resultado es que el sujeto puede llegar a decir: "¡Ah, entonces era 
esto lo que yo quería!". La segunda transformación operada es la 
sustitución del trazado, que es esencialmente un hacer, por la Palabra 
que otorga significación unívoca. Esta experiencia del sujeto con la 
Palabra será posteriormente repetida en su actividad como ejecutante: él
 llevará la palabra que alguna vez le advino. Entonces el hacer pierde 
importancia frente a lo que lo significa, frente a la Palabra, y de este
 modo se organiza el olvido primordial que habilita la captura por el 
partido. El hacer como trazado deja lugar a un sucedáneo: el hacer 
política, el difundir una Palabra. La especialización del militante es 
igual al olvido de lo que él era en un comienzo y a la imposibilidad de 
pensar lo que podría haber sido (el olvido del olvido). El hacer 
política se vuelve entonces repetición, principalmente de la experiencia
 primordial con el orden residual que es el partido. El ejecutante hace a
 los otros lo que le ha sido hecho, convencido de que hace, y que hace 
bien. Pero en realidad no hace nada, solo dice. 
La militancia deja de ser la posibilidad de una 
satisfacción en el producto realizado para situarse en el plano de un 
decir que solo discurre, que soba la realidad pero no la fecunda, que 
pinta pero no construye. Se ve imposibilitada, entonces, una catexis por
 producción, sustituida por una catexis por identificación; el sujeto 
retrocede al individuo que, siendo una totalidad conclusa, se 
relacionará con los otros militantes en su común dependencia frente a la
 Organización. Lejos ya de estar en el corazón de la construcción de un 
campo colectivo, se entregará a la Palabra que encubre la quietud. Lejos
 de inmanentizar su desarrollo por el reencuentro de su ser en el hacer,
 sacrificará su vida para un fin trascendente. Sin realización su vida 
de sujeto se momifica, su espíritu retrocede, la amargura frente a un 
Fin que se aleja con cada paso en su dirección reproduce el automatismo 
del que había salido. La vida del militante en tanto militante se vuelve
 triste y deberá buscar la felicidad en otra parte. Esta es la 
catástrofe que se cierne sobre él y la negación, aunque les duela a los 
marxistas, de una de las más interesantes iluminaciones que Marx 
elucubró: el capitalismo es el avance incesante del trabajo muerto sobre
 el vivo, y su consecuencia la separación del trabajador tanto del 
proceso de su trabajo como de su producto. Sin éstos aquél se ve aislado
 en su mismidad pobre, sin capacidad de encontrar la satisfacción que 
aún poseía el artesano. El objetivo es, por tanto, la sustitución del 
trabajo asalariado por la actividad humana múltiple, lo cual implica el 
fin del asalariado mismo. De la imposibilidad de superar esta situación 
en los marcos capitalistas los partidarios de la concepción programática
 extraen la conclusión de que habrá que derribar el sistema para que el 
humano se reencuentre consigo mismo. Pero es posible otra conclusión: 
para que el sistema sea derribado es preciso que el humano se 
reencuentre consigo, y si no puede hacerlo en el trabajo pues se las 
deberá ingeniar para inventar donde coño hacerlo. 
¿Cómo salimos de aquí? El camino de salida que aquí 
se propone a esta encerrona es el abandono. Ni superación ni 
perfeccionamiento: simple abandono. Hay un cartel luminoso con letras 
verdes que dice "Exit" y solo resta dar el paso. Contamos como guía con 
la comprensión de lo que se pierde luego de la recuperación del sujeto 
por el orden. De acuerdo a lo que venimos viendo un punto crucial está 
en la fidelidad firme a un hacer. Este hacer debe ser el exacto opuesto 
al hacer política al que nos venimos refiriendo. Un hacer que busca la 
satisfacción y realización del sujeto a través de su encuentro y de la 
labor en común con los otros. Un hacer que sea el ejercicio actual de lo que el sujeto es: autonomía. El objetivo de la autonomía es doble: en parte ella misma y en parte lo que en ella se hace.
Que la autonomía sea su propio objetivo es lo mismo 
que decir la permanencia del sujeto en tanto tal. Esta es la única 
respuesta al acertijo de la liberación humana: los hombres y mujeres 
solo se liberarán si se liberan. La construcción de espacios de 
autonomía como espacios del hacer, y del amor al hacer y a lo que se 
hace, es al mismo tiempo el fortalecimiento del sujeto que se libera a 
sí mismo y la realización de la colectividad sin la cual el sujeto queda
 ciego, sordo y mudo. La autonomía es la apertura colectiva del sujeto 
al aprendizaje de una vida que solo puede tener sentido si se lo damos 
nosotros, por nuestro pensamiento y nuestra acción. Un aprendizaje sin 
el cual jamás existirá ese fantasma errante del cual todos hablan pero 
nadie conoce: el sujeto revolucionario. Aprender no puede significar 
aquí leer muchos libros, aunque esto cumpla un rol importante si se lo 
pone en su debido lugar, sino principalmente aprender a hacernos 
responsables de lo que nos proponemos, a buscar el entendimiento y el 
consenso necesarios para que nadie se vea perjudicado innecesariamente 
(responsabilidad frente al deseo de los otros y valoración positiva de 
ese deseo por su mera existencia), a disfrutar de lo que hacemos, a 
apostar por la posibilidad de que seamos capaces de hacer mucho más de 
lo que nos creemos; aprender a ver el propio pensamiento como si fuera 
el de otro, y al pensamiento de otro como si fuera el propio; aprender a
 encontrar en el otro un igual por el solo hecho de estar. En fin, 
aprender en carne propia lo que queremos que nuestra carne sea.
Al mismo tiempo la autonomía encuentra su objetivo en
 lo que en ella se hace. Esto es simple: el placer de la realización 
solo puede manifestarse sobre lo realizado, y este realizado ha sido 
deseado en su singularidad, por lo que él era posible. Una catexis de 
producción funciona en el proceso, pero el proceso en sí solo tiene 
sentido con relación a un objetivo, el cual ya debe ser deseado desde un
 comienzo. Esto es así aún si, como es muy posible, lo que se quiere al 
final resulta distinto a lo que se quería en un comienzo. Pero esto no 
tiene ninguna importancia, pues es en el proceso donde más se aprende. 
La autonomía es la fidelidad del sujeto a sí mismo y a lo que a partir 
de él se abre. 
Los espacios de autonomía y el pensamiento de un campo
Ahora ya estamos en condiciones de
 percibir una perspectiva de conjunto de lo que aquí ha sido dicho. El 
punto de partida, la tesis principal que se defiende, es la de que 
existe una oposición radical entre el sostenimiento de un sujeto, la 
permanencia de la singularidad, con lo que la concepción programática de
 la política, y su vástago el partido, vienen a sedimentar sobre él. La 
tesis ha sido desarrollada a través de la crítica del imperio de la 
particularidad, de la estratificación discursiva y de la primacía de la 
Palabra que de aquella lógica se derivan y que reterritorializan al 
sujeto en un orden residual. En su lugar se defiende al sujeto como 
singularidad, proponiendo la definición de un espacio público no 
estratificado donde se facilite la permanente transcodificación y la 
realización del sujeto a través de un hacer autónomo. Estos haceres 
implican la construcción de espacios de autonomía, que, como hemos 
visto, poseen una doble dimensión: la autonomía como objeto de sí misma y
 el amor a lo que en ella se hace. Esta segunda dimensión es la que 
define específicamente un espacio en particular, pero, entonces, ¿acaso 
no estamos reintroduciendo la posibilidad del imperio de una 
particularidad? ¿No corremos el peligro de la estabilización en un 
código? ¿No abrimos la ocasión para que cada espacio se convierta en 
"el" lugar y como consecuencia se pretenda a partir de él la difusión de
 una Palabra?
No hay duda de que todos estos son peligros reales24.
 La razón para que lo sean es que si bien la lógica programática 
constituye una sistematización, lo que ella sistematiza bien puede 
existir, y de hecho existe, antes que ella. Algo de esto vimos cuando 
analizamos la situación de un sujeto en su emergencia, pensándolo en su 
precariedad y en lo que ella permitía para su recuperación en un orden 
residual. Este orden residual bien puede no existir, pero siempre es 
posible crearlo. A ello contribuyen las dificultades presentes que se 
derivan de la extrema atomización social y de la clausura imaginaria que
 implica la imposibilidad de ver más que un mundo único, donde todo 
tiene un solo sentido, donde un solo discurso posee todo el dominio. Las
 posibilidades abiertas por la crisis irremontable de los partidos y de 
la lógica que les ha dado vida se cierran en gran parte como resultado 
del fortalecimiento del orden social dominante. Esta fuerza se la otorga
 la situación absolutamente inédita de un discurso único que recubre el 
mundo entero25. ¿Cómo sortear entonces aquellos peligros? ¿Cómo mantener una posición que sea hostil a la reconstitución de un orden residual?
No hay una respuesta para este problema, pues su 
solución no depende de alguna teoría a elaborar ni de una toma de 
consciencia de la situación global. Si esta fuera la cuestión estaríamos
 ya reintroduciendo la lógica programática por el lugar menos previsto. 
Este es un problema práctico, por lo que su solución solo podrá hallarse
 en la práctica: deberá ser construída. Una ayuda para ello es mantener 
presente la segunda dimensión: la autonomía es un objetivo en sí misma. 
Esto nos va a permitir el pensamiento de un campo de espacios de autonomía.
En tanto la autonomía es un 
objeto de sí misma se deriva la conclusión de que no es exportable. La 
autonomía no es una teoría que pueda ser propagandizada ni agitada, no 
pertenece al orden de la Palabra26.
 Solo encuentra su realidad en el hacer asumido por los que hacen. Pero 
sin ser exportable sí puede ser contagiosa, por su presencia. La 
presencia posible de múltiples espacios de autonomía nos pone ante la 
situación de pensar esta multiplicidad. Y para que esta multiplicidad no
 retorne a un nuevo orden solo puede ser pensada como un campo genérico.
 Este campo genérico puede pensarse pero no localizarse ni ser 
discernido. Es un conjunto imposible, pues ninguna palabra lo define, 
ningún predicado lo sostiene. Es el conjunto de los efectos de una 
crisis en lo que es y solo puede pensarse en lo que posibilita una 
apertura. Sin Palabra, no posee un centro. La crisis es lo que habrá 
sido en la medida en que los espacios de autonomía se sostengan. Y el 
campo es la fidelidad a esta crisis. Esta fidelidad a la crisis es un 
amor por ella, porque por ella somos sujetos. Es el amor al infinito que
 plantea, la resistencia a pensarlo como pura nada para ser hijos de la 
positividad de su apertura. Por esta fidelidad somos hermanos. Y si un 
campo es lo que nos hermana no hay lugar aquí para la figura del Padre. 
En la horfandad más absoluta que podamos concebir se encuentra la 
promesa de nuestra liberación.
La productividad propia de los espacios de autonomía 
solo puede producir un plus, entonces, por la fidelidad común a la 
crisis, esto es, por la existencia de un campo. Un campo sin centro, sin
 límite, sin posibilidad de ser capturado. Un campo tal es absolutamente
 hostil al programa y plantea el problema de su carácter antitético con 
el partido.
Pensar el campo para pensar la revolución
A partir del
 pensamiento del campo pueden derivarse algunas respuestas a preguntas 
imposibles de responder a partir de la lógica programática, entre ellas 
la más importante por sus implicancias globales: ¿cómo se puede pensar 
en la práctica la unión de la situación actual con el objetivo que 
persiste en el imaginario de todo revolucionario: una sociedad de 
humanos libres? La respuesta del pensamiento heredado a esta pregunta no
 pasa de pensar alguna de estas alternativas: estallido espontáneo y 
simultáneo de enormes masas de gente que, de repente y sin saberse 
porqué, encontrarían en la revolución la única salida posible (se viene 
el estallido); una situación en la cual un partido adquiere la hegemonía
 social global, se transforma en una parte-total y a través de sus 
dirigentes, que dirigen cada sector, fábrica o estructura importante, se
 alcanzaría una centralización por este partido (el modelo bolchevique);
 se logra una gran confluencia de partidos, o de grupos que piensen a su
 modo, y hacemos un gran frente de liberación (el modelo frentista27).
Siendo la primera el más 
perfecto delirio y la segunda una visión trasnochada que ya hemos 
criticado profusamente en este texto, la tercera puede llevar a cierta 
confusión por ser una respuesta que cuestiona el sectarismo, lo cual la 
vuelve muy popular en estos días que corren. En efecto, una de las 
características mas repudiadas por un militante es la de la extrema 
parcelación y aislamiento mutuo a que lo somete la lógica programática. 
Ante esto el frentismo aparece como una alternativa seductora, pues 
permitiría trasvasar aquel aislamiento habilitando un contacto más 
fluído entre militantes de diversos partidos. Pero en verdad se trata de
 un matiz del mismo callejón sin salida, una respuesta sofisticada que 
parte de las mismas bases de la concepción programática de la política. 
Estos frentes no rompen sino que presentan un nuevo matiz ingenioso de 
aquella lógica28. 
De todas maneras, sea 
cualquiera de las formas en que se concreta el segundo momento de la 
lógica programática, el del programa-herramienta, el resultado derivado 
de la primacía de la palabra se conecta con la espectacularización de la
 política. Como la organización es una superestructura de la Palabra, 
cuanto más se difunda esta Palabra, cuanto más lejos llegue, cuanto más 
"presencia" adquiera en la consciencia de las masas, tanto mejor. Siendo
 el espectáculo la forma típica que adopta el mostrador de almacenero 
una vez que el modo de producción sustentando en la mercancía llega a su
 vida adulta, toda la izquierda programática cae a sus pies reclamando 
su lugar en el teatro de la política. Se buscará, entonces, aparecer lo 
más posible (el líder, el dirigente, el fiel y seguro servidor de esta 
lógica, se entiende) en cuanta cámara se le plante adelante29. Poses estudiadas, alta la voz, puños cerrados y rostros de constipación, solo falta el maquillaje.
Por el contrario un campo de espacios de autonomía no
 puede funcionar de este modo. Siendo la autonomía una primacía de los 
haceres, no puede más que oponerse al espectáculo. Pero ¿cómo entonces 
los sectores más pasivos podrían emular a los que luchan? Ciertamente no
 observando como luchan a través de la pantalla, lo cual solo puede 
generar una expectación adherente, pero pasiva al fin y al cabo. En 
primer lugar hay que abandonar la prisa por llegar a todas partes y 
preocuparse por cómo llegar a la fábrica, el barrio o el centro de 
estudios que están a un par de cuadras. El objetivo es el contagio por 
la presencia, buscando la formación de nuevos espacios de autonomía en 
cada lugar, para romper con la repetición y facilitar una nueva 
apertura. 
Incluso ante la presencia de una lucha sectorial un 
campo de espacios de autonomía puede ser lo más favorable. El problema 
que se plantea a cada lucha en estos tiempos es la dureza de la 
represión, el aislamiento, la recuperación por el orden espectacular y, 
en el caso de luchas obreras, la amenaza de un desempleo duradero. Ante 
esto los partidos no tienen casi nada que hacer, aparte de intentar 
ganarse a la vanguardia y que la lucha se vaya al demonio. Al contrario 
los espacios de autonomía podrían funcionar como corazas de estas 
luchas: participando directamente con la presencia que pone el cuerpo 
para disuadir la represión, acompañando con calor humano la angustia del
 que se juega la vida (en el sentido humano como en el biológico) en la 
lucha cotidiana, organizando la solidaridad, apuntalando toda brizna de 
autonomía y autoorganización, advirtiendo sin ultimatismos las 
ambigüedades de la presencia de los partidos, favoreciendo los 
encuentros más que la noticia. Frente al desempleo lo más importante es 
destruir la identidad que en él se abroquela, pensando al desempleado, y
 ayudándole a pensarse, más allá de lo exclusivamente laboral y 
económico, más allá de su situación de desempleado. Aquí cabe desatar la
 multiplicidad que el obrero desempleado es, para que pueda medirse en 
términos de lo que puede abrir y no de su carencia. Hay que insistir que
 la verdadera salida a una situación de desempleo no puede ser el 
trabajo asalariado (que en este tiempo siempre es ocasional) sino la 
permanencia y desarrollo de un sujeto, en un campo colectivo de haceres 
solidarios en el cual pueda construir una significación para su vida, 
más allá de su angustiante situación.
Pensar la revolución, entonces, es pensar el campo de
 espacios de autonomía, o lo que es lo mismo, pensarla en su inmanencia.
 Es el afirmarse en la permanencia de la apertura que es un sujeto y en 
el desarrollo de lo colectivo como espacio de los encuentros en el hacer
 y el pensar, un espacio sin nombre, sin centro, sin periferia; un 
espacio de prefiguración.
Ante todo es preciso evitar que
 cada espacio de autonomía sea entendido como un espacio cerrado, lo 
cual aún sería posible a partir de lo sedimentado por décadas de 
experiencia programática. Contra esta posibilidad es necesario insistir 
en la relación directa entre las singularidades y el campo que ellas 
abren. Para que cada espacio no se resuelva en una parte más es 
imprescindible pensarlos como móviles y cambiantes. Definidos por lo que
 se hace en autonomía, no puede pretenderse que una singularidad les 
pertenezca. Al contrario, son los espacios los que de algún modo le 
pertenecen en la medida en que los ocupa y en ellos realiza un hacer o 
haceres determinados. Para que la singularidad continúe su proceso sin 
destino fijado es preciso que su relación con un espacio sea 
circunstancial, aunque permanezca en él todo el tiempo. Como un sujeto 
encuentra su realización en el hacer, y como la multiplicidad que él es 
no garantiza que tal hacer sea siempre el mismo, o que su pensamiento 
permanezca inalterado, un espacio de autonomía no puede tener más 
sustancia que la de los sujetos que por su hacer o haceres se 
comprometen y en la medida en que lo sigan haciendo. De lo que se deduce
 que cuanto más, y más diferentes, espacios de autonomía existan, mejor 
será la situación para un sujeto, pues le permitirá aprovechar y 
realizar sus inclinaciones variables de la mejor manera posible. Por lo 
mismo, y por la inevitable posibilidad de una simultaneidad de 
inclinaciones, la pertenencia a más de un espacio no puede ser menos que
 lo más probable, y, en la medida en que un campo se sostenga, no 
debería ser causa de ningún trauma. Aunque, por supuesto, todo esto 
dependa de un aprendizaje que aún queda por comenzar y que derribe todas
 las fijaciones identitarias con las cuales estamos acostumbrados a 
pensar30.
Un campo de espacios de autonomía es condición, no 
programa. Es un proyecto sin final, que solo define la revolución en 
tanto dice que ella es, y no que será. A partir de aquí todo está por 
construir, y se está construyendo. A partir de aquí se puede aprender y 
experimentar, lo cual estaba cerrado por la lógica programática de la 
política. Lo que sea en el futuro la revolución será resultado de lo que
 hagamos que sea en este momento, más la sorpresa que depara el 
porvenir.
1 Esto en el 
mejor de los casos, en el de los verdaderos partidos. En el caso de los 
enfrentamientos entre sectas las masas aparecen solo como campo inerte 
del combate, como mero terreno. Cumplen, así, el papel de civiles en una
 batalla entre ejércitos profesionales, de espectadores en el teatro de 
la política. [Volver]
2 Se entiende que estamos hablando de dos posibilidades que juegan sobre un fondo común. De hecho la posición revolucionaria (de partido) deriva lógica e históricamente del reformismo. [Volver]
3
 Que la Historia sea un continuum solo es posible a condición de pensar 
en una temporalidad única y objetiva, idéntica al orden de la sucesión 
natural. Por el contrario, si se supone un tiempo como creación social, 
como lo social mismo, se vuelve imposible pensar en una Historia 
homogénea. Entre otras consecuencias, un acontecimiento abre una nueva 
temporalidad, lo cual nos debería permitir pensar la Historia en el modo
 de las secuencias. [Volver]
4
 El mejor ejemplo de esta situación la seguimos encontrando en los 
bolcheviques. Una vez afianzado su dominio sobre el estado se dedicaron 
con total constancia y disciplina a eliminar a todo el resto de los 
partidos. El argumento de entonces era calificarlos como enemigos del 
poder soviético. Lo importante a retener es que resultó materialmente 
imposible pensar al poder soviético siquiera como un parlamento de 
partidos autodenominados revolucionarios. De todas maneras en algo 
habían acertado los bolcheviques: de no ser ellos los triunfadores otros
 habrían ocupado su lugar y, por ello, habrían sido exterminados a su 
vez. Su triunfo nada tiene que ver con lo acertado de su programa sino 
con el haber sido aquellos que más desarrollaron la lógica programática 
que era compartida por todos los partidos. Fueron los más efectivos, los
 que dotaron a la idealidad de su programa con el mayor reforzamiento de
 la institución partido. [Volver]
5
 Ya es tiempo de dejar algo en claro: que a cierta izquierda de partido 
la denominemos con el mote de revolucionaria solo tiene un sentido 
histórico. Representa para nosotros una forma de distinguirla de la 
posición reformista, aunque ambas pertenecen al mismo universo 
conceptual básico. La llamamos revolucionaria por el simple hecho de que
 ella se autodenomina de este modo y porque respecto al reformismo 
representa la variante más fiel al principio ideal de la lógica 
programática. No obstante la entera lógica es por completo ajena a lo 
verdaderamente revolucionario, lo cual estudiaremos más detenidamente en
 un apartado posterior. [Volver]
6
 político, así con minúsculas, designa lo que queda de la Política una 
vez que todo el esfuerzo y las inquietudes del militante se orientan, 
según una racionalidad medios-fines, a la finalidad de aplicar el 
programa, y nada más que el programa. Esto conlleva, por supuesto, un 
cambio de referente de la Política al mismo tiempo que su 
empobrecimiento extremo. [Volver]
7
 Es preciso aclarar que la lógica de partido, cuando se vuelve 
sofisticada y perspicaz, como en lo que fuera la LC, se da cuenta de 
esto y pretende solucionarlo desde su misma lógica. Para ello se habla 
de la autonomía de los equipos y cosas por el estilo. Pero es una 
autonomía que se construye a partir de la mutilación, es la autonomía 
para aplicar técnicas de producción particulares por medio de máquinas 
políticas inteligentes. Sería algo así como una práctica militante 
tradicional pero de quinta generación. Respecto al típico aparato de 
izquierda, este nuevo aparato es como el toyotismo al fordismo. [Volver]
8
 No sólo con él, pero sí principalmente. De todas las versiones de 
pensamiento científico como fundante de la acción revolucionaria, el 
Socialismo Científico fue, sin duda, el más coherente, explicativo y 
predictivo. De ahí su fuerza. [Volver]
9 No tiene 
otro sentido la amenaza (sic) de Lenin de abandonar los soviets y los 
consejos de fábrica si no seguían las posiciones programáticas de los 
bolcheviques. Lo mismo respecto al soviet de Kronstadt: no importa si 
sus decisiones son autónomas, sino si obedecen al X Congreso del PC. 
"El gobierno obrero y campesino ha decretado que 
Kronstadt y los buques rebeldes deben someterse inmediatamente a la 
autoridad de la República Soviética. Por tanto, ordeno a todos los que 
han levantado la mano contra la patria socialista, que depongan las 
armas de inmediato. Los recalcitrantes serán desarmados y entregados a 
las autoridades soviéticas. Los comisarios y otros representantes del 
gobierno que se encuentran detenidos, deben ser liberados en el acto. 
Sólo quienes se rindan incondicionalmente podrán contar con un acto de 
gracia de la República Soviética. Al mismo tiempo, doy órdenes para 
preparar la represión y el sometimiento de los amotinados por medio de 
las armas. Toda la responsabilidad por los perjuicios que pueda sufrir 
la población pacífica, recaerá sobre la cabeza de los amotinados 
contrarrevolucionarios. Esta advertencia es definitiva."
Trotsky, Kamenev, "Ultimátum a Kronstadt", 5 de marzo de 1921.
"Lo único que os tenemos que decir es: ¡TODO EL PODER
 A LOS SOVIETS! ¡Quitad vuestras manos de este poder, vuestras manos 
teñidas de sangre de los mártires de la libertad que lucharon contra los
 guardias blancos, los propietarios y la burguesía!"
Izveztia de Kronstadt no. 6, 7 de marzo de 1921. [Volver]
10
 Toda la definición del espontaneísmo hecha por Lenin es solo una 
caricatura de la capacidad política proletaria hecha para justificar la 
omnipotencia del partido. Recordemos que para Lenin era significativo 
del espontaneísmo el hecho de que no pudiera elevarse a un 
cuestionamiento global y permanente del orden burgués. Para ello, 
justamente, estaba la teoría revolucionaria, encarnada en el Partido. 
Pero esto está desmentido históricamente. Para su justificación Lenin se
 basa solamente en los soviets rusos de 1905. Posteriormente, en 1918-19
 en Alemania, en 1920-21 en Turín, en 1935-36 en España y en muchas 
ocasiones más, los trabajadores pudieron oponer al poder burgués una 
organización autónoma construida bajo la forma de consejos, no gracias 
sino en contra y a pesar de los partidos. Puede argumentarse que Lenin 
solo había tenido esa experiencia y que sus conclusiones eran correctas 
para ese entonces. Pero si fuera así la tercera internacional debería 
haber abandonado prontamente toda su teoría no bien se dieron 
experiencias que desmentían sus hipótesis. No fue ésta la posición de 
Lenin; por el contrario, combatió a todos los que demostraban este 
desmentido. Por otra parte la línea de su pensamiento no es un reflejo 
de la situación vivida hasta 1917 sino que mantiene una coherencia en el
 desprecio de la capacidad política proletaria para fundarse sobre sí 
misma. Todo su pensamiento lo lleva hasta un punto; la experiencia de 
1905 solo es un apoyo para el desarrollo de sus posiciones. Prueba de 
ello el hecho de que muchos otros comunistas cambiaron de posición no 
bien observaron los resultados de las prácticas bolcheviques y las 
experiencias alemana y húngara. [Volver]
11
 Queremos dar cuenta aquí de una opinión sobre un clásico de la polémica
 de izquierdas. Están aquellos que afirman la continuidad del 
bolchevismo con el stalinismo y la burocracia; y los que sostienen que 
hubo una ruptura que separa ambos movimientos. Ambas respuestas son 
insatisfactorias, no porque haya habido una combinación de ambos 
elementos (la unión de tendencias parciales al burocratismo, en los 
bolcheviques, con una situación histórica que alentó esas mismas 
tendencias hasta volverlas dominantes), sino porque permanecen 
encerradas en la lógica programática, pretendiendo que las respuestas a 
los procesos históricos dependen de lo que suceda puertas adentro de los
 partidos. Ambas posiciones hacen descansar los resultados de las luchas
 históricas en los acontecimientos internos al partido, solo que algunos
 toman en consideración el contexto social y otros no. [Volver]
12 Verdaderamente
 inconmensurables: si hay algo que puede decirse que define esta etapa 
en la vida de un humano es que no se sabe a dónde va. Ciertamente no nos
 referimos a una variedad infinita, pues existen fuertes límites 
impuestos por el contexto, pero sí es posible hablar de una 
multiplicidad de tendencias y prácticas que se dan simultáneamente y de 
las cuales es imposible predecir a priori de qué modo se resolverán en 
el futuro. Existe, por supuesto, una resolución posible, casi cierta, en
 tanto esta multiplicidad sea ordenada: es la unicidad como efecto del 
orden. Pero dejando de lado esta consecuencia no puede inferirse de la 
multiplicidad, a partir de sí misma, cual será el resultado. [Volver]
13
 Cierto es que en el marco de la concepción programática se ha llegado, 
si bien en unas pocas ocasiones, a pensar un "arte" de la política. Sin 
embargo no solo estamos en los confines de esta concepción –y no en el 
centro- sino que además se trata de un arte muy peculiar. En primer 
lugar el espacio de este arte queda casi totalmente limitado a las 
cuestiones de estrategia, por lo que nos estamos refiriendo a un arte de
 las "élites", de aquellos que conservan, aunque retorcidamente, algo de
 la creatividad propia del militante pero que para ello deben ocupar un 
puesto de dirección. En segundo lugar lo que queda de este arte para los
 ejecutantes rasos solo puede entenderse como la capacidad para aplicar 
el programa a situaciones particulares. El arte se trasmuta entonces en 
un oficio, y el artista en artesano. [Volver]
14
 Efectivamente, no alcanza con que las masas adhieran al programa del 
partido en cuestión sino que sigan los mandatos de los dirigentes 
preparados por este partido. Decir la política como algo 
profesionalizado es circunscribirla a su comando por especialistas. En 
tanto el partido es esta profesionalización de la política se muestra 
como evidente que quien debe dirigir prácticamente el movimiento de los 
explotados es el especialista formado por el partido. Y, como cada 
partido es el único verdaderamente verdadero, todo el éxito del 
movimiento es pensado como dependiente no sólo del seguimiento de su 
programa sino también de aquellos que son sus exclusivos portadores. 
Porque, no lo olvidemos, el resto de los partidos son la 
contrarrevolución embozada. [Volver]
15
 Por supuesto que las derivaciones prácticas de la lógica programática 
no pueden evitar provocar una sensación de asco y repudio por parte de 
muchos de sus más genuinos defensores. Pero aquí estamos hablando de 
efectividad y no de buenas intenciones. Lo que se intenta explicar es 
que para ser efectiva la lógica programática debe ser llevada a su 
extremo. Que algunos no quieran llegar a tanto solo puede resultar en 
una carencia de efectividad. Si no observemos el excelente ejemplo de 
Trotsky. Durante todo el tiempo en que permaneció externo a la corriente
 leninista acusó a su principal líder de promover una dictadura del 
partido. Trotsky veía que si se seguía la línea de Lenin se llegaría a 
una situación donde el partido ejercería una dictadura sobre la clase 
obrera, el comité central a su vez una dictadura sobre el partido, y el 
líder, Lenin mismo, una dictadura sobre el comité central. Sin embargo, 
una vez convencido de que había que ser efectivo, no dudó en pasarse con
 todas sus valijas al campo de esta misma dictadura, adquiriendo por el 
camino la triste condecoración de haber sido uno de los carniceros de 
Kronstadt. [Volver]
16 Investiduras de deseo, carga afectiva; de un objeto, en la identificación, y de un campo colectivo, en la producción. [Volver]
17
 Por supuesto que estamos hablando de efectividad. Por todas partes se 
ven pseudo-direcciones que no están dotadas con más que un sentido común
 algo refinado y pleno de lugares comunes pomposamente concebidos como 
un alto nivel de politización. A ellas toda efectividad les es ajena, a 
menos que les concedamos la capacidad de mantenerse en sus puestos 
debido a la ignorancia y obsecuencia enormes que encuentran en su base 
de ejecutantes. [Volver]
18
 Han existido intentos por indiferenciar las dos subclases 
pertenecientes al partido. Esta es la idea de un partido de cuadros, 
donde la estratificación entre base y dirección dependa exclusivamente 
de la mayor o menor cualidad para la organización pero siempre sobre la 
base de una igualdad elemental en lo que hace a los códigos y los 
contenidos. No obstante los principios loables que iluminan la voluntad 
de formar tal tipo de organización, la estratificación se mantiene 
inalterada respecto a los estratos ajenos al partido. Sin embargo las 
subclases internas tienen por fuerza que volver a surgir debido a que la
 estructura de pensamiento ha sido solo modificada pero no abandonada. 
En tanto se mantienen las categorizaciones de códigos distintos para las
 masas, esto revierte al interior de la organización sembrando 
imperceptiblemente las bases para el resurgimiento de subclases. Estas 
ya no estarán delimitadas según los criterios de autoridad sino por los 
de capacidad. La separación entre los más y los menos autorizados según 
los cánones del dogma dejará su lugar a la división entre los más y los 
menos capaces. Lo que permanece inconmovible es la coagulación, en 
determinadas personas, en un caso de la autoridad (el verdadero 
intérprete del dogma fundacional), y en el otro de la capacidad (el que 
ha demostrado su capacidad muchas veces la demostrará siempre; es, por 
ende, "el" capaz). [Volver]
19
 Idem nota anterior. Si suponemos un partido de cuadros a lo sumo 
estaremos relativizando (hasta cierto punto) la estratificación interna 
al partido, pero de ningún modo la que hace a la relación del partido 
con las masas que, por lo visto, es la determinante en la evolución del 
régimen interno partidario. [Volver]
20
 Con dirección es preciso entender aquí una función y un estado, con 
independencia de lo pomposo del término. Un pequeño grupo de un puñado 
de militantes puede estar perfectamente estratificado, aún si esto no 
implica una definición estatutaria precisa e incluso más allá de que 
esta situación sea consciente. Esto suele suceder en grupos (con 
justicia) reacios a las estructuras partidarias pero que, sin saberlo, 
reproducen lo esencial de ellas, debido principalmente a la falta de 
comprensión de lo que significan y a la confusión entre la función y una
 estructura definida estatutariamente. Esta situación de ignorancia es, 
quizá, más peligrosa, pues al no poder definir lo que está causando los 
problemas estos se terminan volviendo inmanejables. La alternativa a la 
estratificación no es el horizontalismo ingenuo (aunque sea una reacción
 saludable contra aquella) sino la asunción consciente de la primacía de
 la cualidad. [Volver]
21
 Lo cual ha sido elevado hasta el grado de teoría por la corriente 
trotskista ("no importa si la consigna es realizable; basta con que las 
masas así lo crean para que en la imposibilidad de realizarla avancen en
 su consciencia") pero que en sí no es de su invención ni para su uso 
exclusivo. [Volver]
22
 Es preciso volver a aclarar que lo extremo de lo que se afirma no tiene
 una existencia generalizada. Muchos grupos dirán: "no es nuestro caso".
 Sin embargo lo importante es entender que lo que se juega en la lógica 
programática es la efectividad. Mi tesis es que para que un partido 
pretenda ser efectivo según sus propios fines debe tender a este 
extremo. Respecto a aquellos que comparten la lógica programática pero 
no sus resultados cabe reflexionar lo siguiente: ¿de qué vale ir todo el
 tiempo caminando por un sendero peligroso, cuidándonos de no caer en 
este pozo o de extraviarnos en la oscuridad y al borde de la paranoia 
para impedir el surgimiento de una burocracia, cuando lo que se impone 
es cambiar de camino, ir por otros lados, y crear la situación donde 
toda burocracia se vuelva ya no imposible sino impracticable? [Volver]
23
 Tal es la fuerza de este pensamiento que incluso ciertas corrientes 
importantes del anarquismo, por principio antipartido, terminaron 
constituyendo verdaderos partidos a los que solo les faltaba el nombre. [Volver]
24
 Algo de esto es visible en la actual situación que existe entre 
diversos grupos del autonomismo del estado español. En los últimos años 
algunos de estos grupos han comenzado a criticar una situación de 
progresiva parcelización y de refundación de códigos excluyentes que 
socava la fuerza de este movimiento. [Volver]
25 Mucha
 vueltas se le ha dado a lo que provocó el derrumbe de los sistemas 
burocrático-totalitarios desde fines de los ochenta. Aquí nos detenemos 
en un efecto paradójico: Al mismo tiempo que se desplomaba ese discurso 
del orden que era el del "comunismo", lo cual ya era de por sí 
progresivo, se produjo un efecto contemporáneo que redundó en la 
absolutización del orden social capitalista clásico. Más allá de lo que 
el dos significara en sí mismo, la existencia misma de un dos
 posibilitaba la crisis permanente del orden. Recordemos que para que un
 orden funcione bien es necesario que el recubrimiento de significación 
sea único, uniforme y sin residuo. La existencia de un dos trabó durante un largo período esta existencia perfecta del orden. Ya no. [Volver]
26
 De ahí el perfecto absurdo de aquellos grupos programáticos que agitan 
la autoorganización. "¡Autoorganízate!", es la nueva orden del partido. 
Las sectas de toda calaña que observan la necesidad de autonomía que 
atraviesa a los sujetos, y a todos en general, imposibilitadas a dar un 
paso más allá del pensamiento heredado, caen en semejante despropósito 
al pretender que otros hagan por obediencia lo que sólo podrían hacer si
 desobedecen. Pero podemos tranquilizarnos: es solo una más de sus 
tácticas de aparatos. [Volver]
27
 El cual tiene muchas variantes que van de la mera unidad de acción, 
pasando por frentes electorales de partidos de izquierda (para 
parlamentos, sindicatos, centros de estudiantes, etc.), hasta los 
inefables frentes populares que pretenden aunar el conjunto del "campo 
popular". Existe aún otro modelo de frentismo, que llamaremos difuso, y 
que se caracteriza por una lógica programática "débil", una 
estratificación más laxa y, por ello, una relación con los haceres menos
 antagónica. Sin embargo, por estar atrapado en la ambigüedad del cierre
 (principalmente hacia fuera) y la apertura (hacia adentro) simultáneos,
 el devenir del mismo es algo siempre por verse. Es el híbrido de este 
tiempo y su ambigüedad no puede tardar en estallar. [Volver]
28 En primer
 lugar no rompen con la estratificación, puesto que se siguen manejando 
con la división entre organización de revolucionarios y masas y entre 
base y dirección. Estos frentes están generalmente comandados por una 
mesa de dirección donde están representados todos los grupos que a él 
pertenecen y, frente a las masas actúan como un partido imperfecto, 
puesto que les llevan un doble mensaje: el de los acuerdos y el de cada 
agrupación. El frente plantea la cuestión de la doble pertenencia, de 
una doble identidad, pero el problema es justamente esta cuestión de la 
identidad como cierre. Desde el punto de vista de las masas que ellos 
constituyen como objeto, este frente es un partido más.
En segundo lugar la tendencia es a constituir una 
parte-total, solo que el punto de partida es el reconocimiento del poder
 y la irreductibilidad de cada partido. Como se parte de la constatación
 de que cada partido jamás resignará su programa, se avanza a partir de 
allí tratando de continuar a pesar de esa situación. Debido a esta 
característica, los frentes son de existencia precaria: o avanzan hacia 
la conformación de un partido unificado (aunque se siga llamando frente;
 lo que importa es la unificación en un programa), o se desintegran en 
medio de acusaciones amargas y todo tipo de golpes bajos. La concepción 
programática implica una (1) visión y significación general, lo que 
vuelve transitoria toda doble pertenencia.
En tercer lugar, lo que es más 
grave, un frente permanece prisionero de la primacía de la Palabra, solo
 que aquí se trata de una Palabra consensuada, lo que lo vuelve una vez 
más precario. Desplazando al hacer, se ubica, a través de la palabra, en
 el plano de una superestructura. [Volver]
29
 Veamos el patetismo de gente grande ya que en una manifestación o 
asamblea pública se esfuerza para que su rostro y figura queden 
retratados en la foto de algún pasquín de la burguesía o en las páginas 
de algún pasquín partidario. ¡Pero esto no es nada! El patetismo puede 
llegar a niveles risibles en aquellos militantes con pasamontañas que, 
pretendiendo emular al sub Marcos, no hacen otra cosa que intentar 
llevar adelante el descabellado propósito de mostrar a las masas, a 
través de la pantalla, que se trata de un obrero o estudiante 
cualquiera, cuando en realidad no es más que un militante camuflado que 
hace el papel principal en el la obra teatral "El estallido". Y que no 
se hable de cuestiones de seguridad. Ciertamente se es cauto al ponerse 
un pasamontañas en una lucha, pero aquí solo hablamos de la 
representación de un sketch partidario. Aunque muchos luchadores 
genuinos también se esfuerzan por aparecer en la tele la diferencia es 
importante: en él esta necesidad es la superposición del modo 
espectacular en que cualquiera entiende la política por sobre una lucha 
real; en el aparato encapuchado solo tenemos la cáscara más no el 
contenido. Lo que en uno es tragedia en el otro es una comedia barata. 
Los partidos, en lugar de mostrar las miserias de la política burguesa, 
repiten ante los luchadores la misma miseria bajo una tonalidad 
izquierdista. ¡Vaya vanguardia! [Volver]
30
 Hay que concluir que la autonomía no es una utopía, tal como es pensada
 por la lógica programática. Presa ésta del determinismo más insulso, 
cree poder encontrar en lo que es, en lo que está ordenado, la 
posibilidad de un deber ser. Vana intención. Los deterministas, 
generalmente de cuño marxista, quieren derivar de la situación actual la
 posibilidad de una sociedad futura de hombres libres. Como esto es 
imposible no ven otra alternativa que el programa y el partido. Distinta
 era la actitud de Marx quien, aún siendo determinista en muchos 
aspectos, se permitía la apertura a una sorpresa, como sucedió ante la 
Comuna de París. En ella encontró, y supo que encontraba, lo que toda su
 teoría no podía jamás haber previsto: la creación original de las masas
 en su propio movimiento de emancipación. Lo que vino a confirmar su 
iluminación de juventud, que la liberación de los trabajadores sería 
obra de ellos [Volver]
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